Estudios sobre los personajes de las publicaciones Bruguera
La Abuelita Paz Por Carlos E. Gracia
En 1939, los hijos de Juan Bruguera, Pantaleón y Francisco, reanudan las actividades de El Gato Negro, revista fundada en 1921, pero haciendo de su apellido el nombre de la editorial y, con ello, todo un sello que en las décadas posteriores a la posguerra curtiría a los autores más reseñables de la historieta patria, eso sí, con una política de empresa que les arrebataba los derechos de autor sobre sus creaciones a cambio de una exigua paga, acorde con los tiempos que corrían en nuestra sociedad. Ocho años más tarde, y tras varias dificultades –incluida la restricción de papel que el Gobierno imponía-, la revista infantil-juvenil Pulgarcito comenzó a aparecer regularmente, aunque –trampeando a la Administración que le concedía los permisos de edición-, bajo epígrafes tan dispares como Cuadernos humorísticos, Álbum infantil, Biblioteca cómica,… Los autores que ejercieron su arte en la publicación son hoy leyendas: Conti, Escobar, Cifré, Peñarroya y… ¡el inefable y socarrón Vázquez! Este último, un madrileño –de la hornada de 1930- entre catalanes –y uno de los que permanecerá fiel a la revista cuando parte del equipo se vaya a las páginas del Tío Vivo-, compartía su extracción social, su formación autodidacta y se imbuyó en la política estética de Bruguera, que rompía con el rigor de la viñeta y convertía sus personajes en un reflejo más crítico de la sociedad, aportando a la ilustración un dibujo más ágil y atrevido, donde las caricaturas eran un reflejo más mordaz de arquetipos bien reconocibles de la España de aquél tiempo –no se trata tanto un dibujo con pretensiones cómicas como de un retrato desfigurado del alma de cada individuo/personaje-. En definitiva, una orgía onomatopéyica y surrealista –a dos tintas, buena parte de las veces- que le sentaba como un guante a nuestro Vázquez. La crítica social o la denuncia del “colaboracionismo” individual con el Régimen franquista (bien porque en aquél entonces el cabeza de familia vivía del pluriempleo y “no entendía de política”, o porque las buenas gentes eran bondadosas hasta el extremo de vivir felices en un entorno que se prestaba a la delación, piadosa, eso sí de los “desafectos” a las buenas costumbres del Nacional-Catolicismo), son la línea sobre la que se argumentan buena parte de las historietas de una página que llenaban aquellas revistas. Esas críticas pronto recibirían la factura de la Censura. El problema es que a Vázquez le caían mejor los pequeños ácratas: profesionales de la deconstrución lógica (Los casos del inspector O´Jal), ladronzuelos (La familia Churumbel), familias disfuncionales (La familia Gambérrez), morosos (Admirado maestro), … ¡Incluso él mismo se dibujaba como un caradura compulsivo y experimentado! (Vámonos al bingo, Querido señor Vázquez,…) Y, naturalmente, a toda acción corresponde una reacción proporcional: mientras algunos autores de Bruguera hacían acabar a sus personajes corriendo delante de sus jefes o familiares, los unos excusándose tontamente por su malicia y los otros, con los ojos desorbitados y la cara roja, prestos a castigarlos corporalmente (como en los desternillantes finales de Mortadelo y Filemón), Vázquez se inclinaba por hacer que la figura “responsable” del relato diese un salto para caer de espaldas, asombrado por la explicación de su contrincante/interlocutor. Era así de sencillo: uno era un listillo y el otro resultaba demasiado convencional para aceptar que en el acatar las reglas no siempre se hallaba la recompensa –al menos, a corto plazo-. Uno ganaba, de manera escandalosamente fácil; el otro, salía, semana tras semana, presa de la decepción crónica (como, por ejemplo, el sufrido padre de La familia Cebolleta, don Rosendo). Pero no todo eran caraduras por los que sentir una simpatía –casi empatía- cómplice… La deliciosa Abuelita Paz se alzaba en un podium de olímpica ingenuidad que, a fuerza de ser recompensada más allá de cualquier credibilidad –en particular en un país gris y subdesarrollado- por sus actos, se hacía odiosa. Junto con Feliciano y Ángel Sí Señor, la abuelita representaba la otra cara de la moneda; el reverso tenebroso de la mordaz crítica de su autor: la gente de bien, capaz no sólo de arrimar el ascua a su sardina, sino de dejar a los demás con un palmo de narices, bien por aprovechar la oportunidad desdeñada por otros, bien porque el yin de sus actos producía un yang inmediato en su entorno; un efecto mariposa de corto alcance pero de catastróficas consecuencias. Feliciano absorbía vampíricamente la fortuna de los demás; Ángel Si Señor era capaz de sacar de quicio con su conformismo y simplezaa quien le planteaba cualquier cuestión. Y la Abuelita Paz podía fastidiar al cartero, al caco o a cualquier señor que pasase por ahí (las señoras, por aquél entonces, solían quedarse en casa y con la pata quebrada), a base de hacerles favores que no le habían pedido. La Abuelita Paz, como las Hermanas Gilda, era una señora de clase media, de derechas, moralmente aceptable. Al contrario que las Gilda, interesadas en ascender socialmente del grado de solteronas, incluso a costa de pisarse los novios, la septuagenaria se sabía ya con el arroz pasado y no aspiraba a otra cosa que al peripatetismo. Pero, como la ancianita propietaria de Piolín/Tweety en los “cartoons” de la Warner, escondía una vena sádica, muy propia de las virtuosas damas de zapato negro de medio tacón, vestido de volantes en el cuello y gafas de tropecientas dioptrías, que –en la realidad, pertrechadas con velos, y misales-, cuchicheaban de sus vecinos, señalaban con el dedo y marcaban el camino recto de lo que era justo y necesario –según el párroco de turno-. Quien esto suscribe, al menos, y ya desde el niño lector de aquellas tiras que fui, se niega a creer que otros motivos más inocentes moviesen a tan pérfida anciana rebotada de los tiempos del charlestón. La Abuelita Paz, a buen seguro, ya era “una abuelita de antes de la guerra” cuando aún los rubores de la primavera atacaban sus juveniles mofletes –porque, la Paz, estaba rellenita y lucía moño, rasgos físicos adquiridos con el paso de muuuchos años. Y, así, este personaje –cuya adaptación cinematográfica no debería desdeñar el “freaky”Tim Burton- cumplía todas las directrices que provocaban la comicidad en las tiras de la época: persona piadosa que no necesitaba denunciar a nadie porque la fortuna le ponía en bandeja de plata fastidiarles los planes inmediatos, y a quienes hacía caer de espaldas fuera del campo de la viñeta, no sin antes hacerles rabiar a base de bien. En sus tiras, el surrealismo estaba de su parte y esos pequeños ácratas a quienes tanto apreciaba Vázquezrecibían un merecido (?) castigo a sus actos. Podría ser que el historietista pergeñase aquellas páginas sosteniendo el lápiz con la otra mano o reflejando el folio en un espejo… Quizás, incluso, pronunciando el nombre de su personaje tres veces seguidas mientras miraba por encima de su hombro, a manera de mefistofélico conjuro. ¿Qué queda hoy de esa tierna ancianita dispuesta a redefinir el término “tercera edad” como arma de destrucción minoritariamente… a/efectiva? Eche, querido lector, un vistazo a su comunidad –o, en su defecto, a las vecinas que idearon Álex de la Iglesia en su película y José Luis Moreno en su exitosa serie de televisión- e igual descubre en sus hechuras un monstruo del Infierno dispuesto, bondadosamente, a sacarnos de nuestras casillas en el más terrenal de los purgatorios…
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