PERSONAJES

Estudios sobre los personajes de las publicaciones Bruguera

 

 

Los señores de Alcorcón y el holgazán de Pepón

Por Carlos E. Gracia

 

Roberto Segura, uno de los grandes de Bruguera, de cuya pluma salieron Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte, La panda, Los señores de Alcorcón… y otros ilustres personajes, se unió a la editorial Bruguera en la década de los sesenta, junto con Ibáñez (Pepe Gotera y Otilio) o Raf (Sir Tim O´Theo). Precisamente, los tres, abandonaron esta casa para crear, en 1986, la revista “Guai!” bajo la tutela de la editorial Bruguera.

Si Rigoberto Picaporte, el “solterón de mucho porte” era la versión masculina de las vazquianas hermanas Gilda, el hombre casado de Los señores de Alcorcón y el holgazán de Pepón era la continuación lógica de esos personajes a la hora de cambiar de estado civil. Seguía siendo un segundón social, un trabajador incansable de cuyo sueldo dependían las emergentes letras que en la sociedad del desarrollo ahogaban al cabeza de familia –“el”, no “la”, amiguitos: estamos en los albores del segundo tramo del siglo XX y en una sociedad aún carpetovetónica y por mucho tiempo machista- en pos del acomodo tecnológico al que nos aboca la sociedad consumista.

El matrimonio tradicional –los eternos novios que al fin logran edificar su nidito de amor bendecido tras su paso por la vicaría-, compuesto por un tipo responsable, apolítico, ciudadano de orden y algo mayor que su santa; mujer, ésta, voluptuosa, ama de casa y algo tontaina, que, en vista de que el sexo era censurado en aquella sociedad –y más aún en los tebeos para chavales-, no tenían hijos, pero adoptaban al hermano tarugo e indolente de la muchacha, la faz tiznada del espíritu trabajador del españolito medio y figura con la que el malicioso Vázquez habría hecho buenas migas. Y aunque Segura no era el malicioso don Manuel, éste otro dibujante preguntaba a sus jóvenes lectores: “¿qué futuro preferís? Hoy ya sabemos a quién escogieron, de entre los dos monigotes, los niños espabilados y consentidos de aquellas generaciones.

Ahora tenemos las versiones mejoradas del holgazán de Pepón. Se trata, más bien, de los vástagos del matrimonio Alcorcón: niños rubitos, a la imagen de su madre, con barba rala en lugar del bigote paterno, pero con la pachorra de su tío. Adultos que leían aquellas tiras o chavales que no las conocen, pero que, al igual que sus hermanos mayores, truecan en cómodo sofá familiar la inaccesible vivienda hipotecada y en paga-sablazo lo que hace décadas sólo habrían logrado deslomándose con el pluriempleo –ahora, sólo pluritemporal-. El vago de Pepón era algo más que una carga familiar adquirida con la parte mala de los votos matrimoniales (casarse con una muchacha más joven y guapa que tú debía, y debe, de tener sus inconvenientes): se trataba de la premonición de un futuro que se conocería por la generación de Peter Pan: “jóvenes, aunque sobradamente preparados”… para encerrarse en la burbuja tecnológica, engañar al “Sistema” y vivir en eterna “promoción canapé”.

Revistas de tendencias del prestigio de Dazed & Confused han dedicado sus páginas al estudio de esta corriente, bautizándola como la era del “dude power” –“el poder del… colega”. Un realizador norteamericano, incluso, ha forjado un corpus cinematográfico con dos películas de desigual resultado en taquilla –pero que, mire usted por donde, la industria de Hollywood se avino a financiar, pensando en un público de gustos afines a sus personajes de…. ficción?-:Colega, ¿dónde está mi coche? y Dos colgaos muy fumaos. Habrá que decir, en honor a nuestro vago patrio, que el no era más inteligente que las parejas de merluzos –“Merluzo”: ¡qué gran insulto sacado de los bocadillos de Bruguera!- que protagonizan ambos títulos, pero sí que, al menos, resultaba un listillo… Eso lo aprendieron Jorge Iglesias y el humorista gráfico Mauro Entrialgo con sus no menos aprovechados, pero más espabilados, protagonistas de Gente Pez, película con pronta secuela…

Otra de las vertientes desde las que se pueden estudiar estas viñetas es la de la concepción del entorno familiar. Si bien es cierto que aún quedaban lustros para concebir los hogares monoparentales auspiciados por la primera ley del divorcio, el aporte de los cónyuges (de la esposa, en este caso) no es el de la sufrida abuela de Cuéntame cómo pasó o el abuelo de Manolito gafotas, sino un elemento mucho más joven –y subversivo- que se sitúa como electrón extranuclear de la familia. Más allá de la contraposición de caracteres entre Pepón y su cuñado, encontramos una referencia a la idea de familia como algo sagrado a preservar, incluso por encima de la desfachatez de la oveja negra a la que permitir, no ya regresar, sino permanecer en el redil.

Si bien la familia, como un valor sobre el que hacer meditar al chaval que lee esos tebeos resulta un tema tan recurrente como imprescindible en las publicaciones dirigidas a infantes y preadolescentes en continua lucha generacional con los adultos, los pretextos que Bruguera utiliza para explotar las posibilidades de ese escenario son variadas: desde el caos de los Trapisonda y los Cebolleta, hasta la disciplina de zapatillapaternal que usaba don Pantuflo con sus gemelos, pasando por el descaro de la pizpireta Lily y su implacable lógica de adolescente, la vida marginal del clan de los Churumbel o la complicidad, a veces traicionada, entre las hermanas Gilda. Parece que la editorial o, aún mejor, sus autores, mostraban antes que aleccionar; buscaban la caricatura, cariñosa o mordaz, pero venían a reírse con sus lectores de aquella vieja máxima de que a “la familia, al contrario que los amigos, no se la escoge”.

Las familias Bruguera, de este modo, componen un grupo imposible, de gentes que no se entienden, se molestan -aún sin querer- en el reducido espacio del hogar –¿de alquiler?-, desprecian el salto generacional, el individualismo, … Cabe pensar, si acaso, que las actitudes autoritarias de algunos cabezas de familia frente a la respondona prole son un ardid con el que los guionistas y dibujantes de aquél entonces se desquitaban con los mandamases de medio pelo que poblaban el franquismo institucionalizado como una actitud de intransigencia natural antes que una obligación adquirida de los tiempos que corrían.

En lo que no parecemos albergar duda alguna es que durante décadas, los niños de Bruguera vimos la realidad desde una perspectiva tan crítica como lisérgica. Los chavales de los sesenta y setenta, en particular, disfrutamos de un campo de experimentación sobre papel que no todos han seguido, pero al que aún recordamos cuando nos sumergimos en las sátiras de “El Jueves” –allí acabó sus días, por ejemplo, Raf- o cuando nuestros sobrinitos abren las páginas de la filial adolescente de la veterana revista humorística, “Mr. K”. ¿Escribirán ellos sobre esa experiencia cuando les encarguen unas páginas para una hipotética continuación a largo plazo de esta web? Si Marvel y DC les dejan…

 

 

PORTADA