¡Oh, el mundo gira!
DISCURS.O.S. por Melguencio Melchavas
Número 70
20-07-99
Que estamos en la luna...
Cuando Kennedy, aún vivo, prometió al mundo al principio
de los sesenta que antes de que acabara la década, el hombre habría pisado
la luna, se estaba dando una excepción en el mundo de la política: sus
promesas se vieron cumplidas. Tres astronautas a bordo de una nave llegaron
hasta el satélite loco y le hicieron un corte de mangas a Julio Verne.
La fantasía y la realidad, de nuevo dándose la mano. La bandera de los
Estados Unidos, estropeando el precioso paisaje lunar, aún ondea hoy entre
los cráteres. De noche, los lunáticos aullamos mirando cómo brilla el sol
reflejado en la diosa Selene, y nuestra sangre hierve porque avanza la
marea y porque el cerebro echa chispas entre tanto brillo. Y el aliento
de la luna, esa brisa lujuriosa, nos incita a morder muslos, y no paramos
hasta que la bala de plata de los índices bursátiles no horada nuestro
corazón maltratado. La luna llena espera veintiocho días escondida para
mostrarse esplendorosa, y gritarnos que sin ella nunca la poesía, nunca
la locura. Justo hoy hace treinta años unos patosos pisaron el cutis de
la luna tuerta de Meliès, pero llevándose sus piedras para vender en la
Tierra no consiguieron llevarse su belleza arrogante, su misterio mil veces
descubierto y mil veces vuelto a extraviar. Los buitres y los tiburones
que anidan camuflados entre la especie humana miran hacia la belleza y
su mirada la atraviesa como si la belleza fuera transparente. La belleza
transparente se convierte en maldad, y la luna cuelga iluminando sólo los
espíritus libres y francos. El cuchillo afilado de los amores probables
espera vigilante junto a la luna, como cantaba el trovador. Mientras, mueren
los Kennedy, chupan la sangre de Hemingway, y en España los candidatos
electos se reparten el pastel a la vista de todos, con la pisada de la
luna cumpliendo años y la luna, sonriente, satisfecha de que todo siga
igual, porque sólo la verán sin atravesarla los que la miren con ojos de
espontaneidad, con ojos de selenita.
VOLVER A
MELGUENCIO