¡Oh, el mundo gira!
29-4-2000
Los raros, la
familia y la afinidad intelectual
En las familias suelen aparecer
miembros que, sin llegar a renegar de su condición de integrantes, sí se
mantienen al margen de las actividades comunes, y sobre todo, de las
actividades afectivas. Nos referimos a quienes no sienten lazo sentimental alguno
con sus parientes, que según las normas sociales deberían conformar su “clan de
emociones”. Estos elementos aislados, en muchos casos acaban aceptando su
derrota, integrándose en el seno de un grupo de personas con las que no
comparten ni gustos, ni creencias, ni formas de encarar el absurdo de los
trabajos y los días. Pero las gentes que resisten la corriente adversa, y
consiguen permanecer en el terreno de la lógica, tienen razones evidentes para
mantenerse en sus trece: son distintos. Estas personas, denominados
popularmente “ovejas negras” o simplemente “raros”, reniegan de las costumbres
sociales impuestas a machamartillo; por ejemplo, evitan acudir a los entierros
de quienes nunca han querido, porque un sepelio es una ceremonia que demuestra
la plena actualidad del Neolítico, y los individuos objeto de este estudio no
tienen por costumbre creer en extravagantes vidas incorpóreas ni ritos que las apuntalen.
En su escala de valores aparecen conceptos como afinidad intelectual, que no es
sino la misma argamasa que une al resto de miembros del linaje, cuando comentan
estereotipos culturales como encuentros futbolísticos o programas de
entretenimiento en televisión. Pero en su caso, la afinidad se concentra en el
sentido crítico, los ideales sociales o la alegría del encuentro entre el ser humano
y la creación artística. En otros tiempos, estos integrantes de la sociedad
provocaban eso que entonces se llamaba “progreso”. Hoy, asumidos por la mayoría
gracias a la concienzuda labor de los que deciden qué hay que pensar, son sólo
un minúsculo conjunto de individuos que no aparecen en las estadísticas, que no
causan conflictos reseñables y cuyos lazos afectivos, organizativos y de relación
no pasan de unas pocas personas afines a su alrededor. Por eso, su único choque
con la masa se produce en el seno de la imposición primigenia, la familia.
Microrrevoluciones que van horadando su capacidad de resistencia. Pseudorrebeldías
que no sirven más que para acrecentar el individualismo y aniquilar la ajada
semilla de la ilusión. Porque la inmoralidad no es matar al padre, sino dar
razones al hijo para que lo haga. Y la familia no es más que el reflejo de las
estructuras sociales superiores, que no cesan de darnos razones a los hijos pródigos
para que deseemos que reviente la “generalización de la hipocresía”, que ya sólo
denuncian los poetas octogenarios y los locos de atar.