¡Oh, el mundo gira!
3-5-2000
Los fantasmas
salmantinos
En las afueras de Salamanca
(ciudad al oeste del estado español, en la Comunidad de Castilla-León), hay una
gruta donde se aparecen los espíritus de tres estudiantes asesinados. Muchos
historiadores la han confundido con la “Cueva de los Estudiantes”, legendario edificio subterráneo contrapunto a
la Catedral, donde se reunían quienes deseaban conocer la sabiduría de Satán. La
temática esotérica de las dos narraciones, la presencia de los estudiantes, y
el mismo escenario natural les confieren paralelismos que han llevado a más de
un autor a referir que “se trata de la misma leyenda, modificada a lo largo de
los siglos”. Debemos aclarar que estamos ante un error de bulto, por cuanto los
periódicos de la época reproducen el infeliz acontecimiento que les pasamos a
relatar, mientras que la llamada “Escuela Diabólica” no tiene otra base histórica
que la inconsciencia colectiva. Cuando llega la medianoche en la cueva que estudiamos en este artículo, estas
tres almas en pena corren y aúllan a la vista de quien se atreve a pernoctar
allí, sin que se sepa hayan producido nunca mayores daños. La triste historia
de los tres jóvenes se remonta a principios del siglo XX (siglo que acaba, y
que deja una retahíla de atrocidades como para renegar de haber nacido en él),
cuando Salamanca era un hervidero de animosos muchachotes. Por aquel entonces,
la presencia de la mujer en la Universidad era testimonial, no contándose
ninguna alumna en el aula de nuestros protagonistas. La sangre de estos chicos
hervía cada vez que veían a una dama, y eran constantes sus asechanzas
(engaños, artificios), acechanzas (acechos, persecuciones), achezanzas y
acesanzas (sin contar las asesanzas, las azezanzas ni las achechanzas), hasta
que uno de los tres futuros espectros, llamado Fuedero, se decidió a acceder
escalando al balcón de una preciosa señorita, que era el balcón primero que le
llevaría al segundo balcón, su escote deseado. Mientras trepaba por la
enredadera, un certero disparo le acertó en la testuz, y se desplomó sobre sus
dos compañeros, Munsalvo y Jusiclo, que le ayudaban en las faenas del cortejo,
resultando los tres muertos en el acto. Sus cuerpos fueron llevados, con la
complicidad de la noche, hasta la cueva donde hoy permanecen enterrados. Brunilda, la doncella que con dolor vio
desde la ventana cómo su padre manchaba para siempre de sangre su inocencia,
lloró amargamente hasta el fin de sus días, visitando una vez por semana esa caverna
donde se hallaban sepultados todos sus sueños de juventud. De nada sirvieron
las amenazas de su padre, los sabios consejos de su madre, las reprimendas de
su tía, los bombones de licor de su cuñada, las bragas de encaje de su ama de
llaves, las botas de esquiador de su profesor de piano, los ladridos de sus
perros de caza, las representaciones del grupo de cómicos que contrató su
abuelo, las trampas para osos que le preparó la madre de su amado difunto, las tormentas
de granizo, los terremotos, los incendios forestales o las varices que acabaron
saliéndole: ella iba todos los jueves a rendir culto y homenaje a quienes
murieron por su causa. Hasta que, ya viejecita, visitó por última vez la cueva,
antes de morir dos días después, habiendo recibido los Santos Sacramentos. Oh
visitantes de Salamanca, cuando hayáis visto ya la famosa rana en la calavera,
coged un plano de la ciudad, y dirigíos al norte, en el km. 4 de la carretera de
La Coruña, donde dice “Gruta de la Doncella”. Es un paseo, y si tenéis suerte
de que sea jueves, a las 12 de la noche podréis ver a los tres estudiantes
plañir por la casta virgen que nunca pudo ser abordada por sus balcones. Qué
triste es la vida si la dejamos pasar indolentes, pero más triste es la fortuna
adversa de la pobre Brunilda, que la condenó a la muerte en vida, o la
malhadada puntería de su padre, que cercenó la lozanía borbortante de Fuedero.
Pero lo realmente funesto es prestar tu ayuda a un amigo, para que desfogue sus
instintos animales, y resultar muerto aplastado por su cuerpo inane. Más que
funesto, patético. Y fue lo que les sucedió a Munsalvo y a Jusiclo. Salamanca
también tiene sus mártires. Lo confirman sus puntuales apariciones. Quién sabe
si más pronto que tarde, podemos ver en los altares a Santa Brunilda, San
Fuedero y sus diáconos, San Munsalvo y San Jusiclo. Sería un buen modo de conjurar
la injuriosa superchería de la cueva diabólica, y de reparar el daño infligido
por sus padres al imponerles nombres tan malsonantes.