El cierre de Casa Lac
Antonio Beltrán

 

Hay quien define las ciudades por su historia pasada y lo que de ella conservan; otros las identifican con sus propósitos de futuro y lo que el presente deja atisbar de los futuribles, bastantes por sus calles y plazas y avenidas y por sus monumentos, y muchos, entre los que me cuento, por esas aparentes minucias que diferencian y definen cada lugar, persona y tiempo, lo que se queda grabado en la mente en una visita rápida, el tópico si se quiere. Sin duda para muchos Zaragoza se definía por El Tubo, sus callejas y sus buenas gentes. También hubo quien, José María Lacarra sin ir más lejos, propugnaba barrer ese supuesto pintoresquismo de un plumazo imitando lo nuevo y lo bueno y olvidando que los seres vivos, y las ciudades lo son, mezclan sin tasa ni freno y a su aire lo que conviene a cada tiempo. Por eso definen. Con Lacarra hablé muchas veces cordialmente de este asunto, dentro de un acomodaticio eclecticismo que por su parte se inclinaba a modelos urbanísticos como Pamplona y por la mía a que cada ciudad respetase lo propio y diferencial. Y me acuerdo que me dijo, a poco de llegar yo a la Universidad, con su aparente brusquedad de navarro bravo: Vamos, tú definirías Zaragoza por Casa Lac. Ante semejante estímulo no pude menos de ir inmediatamente a El Tubo y a la esquina de Lac donde años más tarde nos reuniríamos un grupo de iluminados para dar vida a una asociación convertida en Academia de Gastronomía Aragonesa que aún vive y presido.

 

 

Es seguro que alguien escribirá la historia del local y de su acumulación de estilos y de épocas, que añadirán ese halo invisible dejado por los miles de personas que han sellado con la huella de sus cuerpos y sus pensamientos sus recoletas mesas. Desde mi retiro me asalta ese cartelón alegrado con una estampa francesa (como corresponde) de un caballero cubierto de puntillas y cintajos que se despide con un hipócrita Hasta la vista, optimista, sobre una mención que habla de la antigüedad de los servicios del recinto que alcanzan los tiempos del castizo rey Fernando VII y de sus botillerías con su ruidosa clientela. Ha cerrado en el mismo sitio que abrió, cerca del arco Cinegio y de una puerta, romana primero y de los Reyes Católicos después y, naturalmente, escenario desde que yo llegué a Zaragoza de delicadezas gastronómicas que brindaban el excitante perfume alabado de lo francés. Y ha sido testigo paciente de cerca de dos siglos de vida bullanguera de la ciudad. Y aunque no cayéramos en la cuenta, ahí estaba hasta que los tiempos la han hecho desaparecer.

Para una crónica banal de la ciudad se despacha la efemérides diciendo que hace 178 años que el lugar abrió sus puertas y preparó sus mesas y mucho añadiría a aliviar curiosidades la nómina de los clientes, artistas en buena parte, zaragozanos de ejercicio los más, que pocas veces se paraban a pensar en 1825 como fecha de la primera copa que se sirvió en aquel mismo lugar dentro de la tradición innovadora de los cafés que aportaban novedades extranjeras... Otros estarán atentos a la introducción del modernismo y de los hierros de Averly, otra reliquia zaragozana, y será justo parar atención en los cambios de los tiempos, al tráfico de tabaco americano, los vagidos de music-hall, la animada tropa de limpiabotas y cigarreras, las paellas para militares que se avino a preparar como concesión revolucionaria a los tiempos, mal que pesase a algunos puristas.

Yo conocí Casa Lac en una posición un tanto iconoclasta, sublevado contra la idea, de hace medio siglo, de que Zaragoza se extendía entre el Pilar y los Cosos y que su vida se mediatizaba por los socios del Casino y los devotos del Pilar. Naturalmente no faltaban entre los índices ciudadanos las banderillas del bar Abdón, los conciertos de tríos en Salduba y la admiración sin límites por el gigantesco café Ambos Mundos que cabían, los dos, según decía la gente, en las enormes salas del establecimiento.

Y ahora me invaden todas las nostalgias ante el cierre de 178 años de vida de un local o de sus gentes, del mimo de los Artiach, de la conservación y recuperación de viejos estilos y de un modernismo que vi envejecer; confieso que, de vez en cuando, era un gozo pasar y entrar por Casa Lac que ofrecía canapés y delicadezas tan integradas en lo zaragozano como lo efímero y gracioso de las banderillas que en opinión de los puristas no eran más que a modo de piruetas para distraer el apetito y hacer rotos en el bolsillo, sin atisbar que llegaríamos a la glorificación de la tapa .

Cuando mi ciudad despide, aunque sea con un mentido hasta luego, algo que ha sido consubstancial a su vida, muchas cosas desaparecen o se debilitan. Y ahora lo hace una entrañable, íntima y familiar estampa de la Zaragoza que yo encontré hace algo más de 50 años. ¿Saben? Tenía entonces poco más de 300.000 habitantes, plantaba algodón en la plaza de San Francisco y solemnizaba los domingos en Casa Lac, donde podría encontrar acomodo cualquier celebración si era fina. Ahora cierra y con él lo hace el más antiguo restaurante de España, dicen. En la reunión de despedida de amigos del día 1 de agosto el perfume del adiós, ¿Hasta la vista?, quedará en una foto, un recuerdo y un episodio de esta ciudad nuestra que cierra Casa Lac y piensa en abrir la Expo y sus dimensiones millonarias en un centro activo y poblado con infinitas casas Lac que abrirán y cerrarán en el proceso interminable y optimista de la vida. La que yo contemplo aún con la emoción de un extraño que, no obstante, se vincula y aferra a ella a través de recuerdos como el que comento.

 

(Heraldo de Aragón, agosto de 2003)