Un sentido homenaje a los Multicines Buñuel.
Parte I: De 1977 a 1980. Auge y decadencia
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En los años sesenta y setenta, todo aficionado al cine que visitaba París quedaba admirado de los cines múltiples: pequeñas –y aún pequeñísimas– salas reunidas en un solo local, con equipos de proyección únicos. Los duplex, triples, y aún quíntuples permitían hacer rentables films que de otra manera no hubieran llegado a salas donde los gastos generales resultan, lógicamente, más altos que la escasa proporción que les toca en los múltiples tras el reparto de la totalidad de aquellos.
De pronto en Zaragoza surge la noticia de que se están construyendo cuatro minicines o multicines de esas características. El emplazamiento, al final de Francisco Vitoria, cerca del Camino de las Torres –todavía recorrido parcialmente por una acequia– es céntrico pero sin excesivo valor comercial. El anuncio de que se iban a instalar estos cines trajo consigo un cúmulo de reacciones que situaban a la ciudad a la altura mental de la villa de “Gigantes y cabezudos”. Sin saber de que iba, como la Pilar de la zarzuela –¡por qué Dios mío no sé leer¡– ante la carta indescifrable de su amado; un cúmulo de declaraciones –y lo que es peor, de acciones– se hicieron de dominio público. El quid de la cuestión estaba en que los tales multicines no pertenecían a ninguna de las dos poderosas empresas de Zaragoza –la de los tranviarios y la de los militares (1)–, y para colmo de males la explotación y construcción parecía estar ligada a un partido político soportador durante cuarenta años de los valores eternos del insulto, la calumnia, la infamia, la cárcel y la eliminación física (2). Para cortarles el paso –¡qué mal calcularon la fuerza del enemigo¡– inventaron la historia de que se iban a dedicar a cines porno. Esta estulticia era favorecida por quienes, a solo quinientos metros, mantenían el cine Palacio cuya vocación por los sex-films era superior a la de San Francisco Javier por convertir orientales. La hoja parroquial de Santa Engracia se hizo portavoz de semejante ultraísmo. Que si no se iba a poder andar por la calle a causa de las gentes que iban a ir allí –¡esos cines que se los lleven a otro lado¡– porque los depravados sexuales cumplirían con su triste trabajo hasta hacer imposible incluso el aparcamiento (¿?). Cualquiera que conozca la calle Francisco Vitoria sabe que la “gens” que la habita en su lado de diversión es propia de bares, discotecas y disco-clubs. Amigos de Travolta pero poco de Resnais y similares.
Una vez superadas las trabas administrativas –si cumplían o no el reglamento de 1934 o de 1937– y prometido que dichos cines se dedicarían no a la explotación de los bajos instintos, como temían las buenas gentes de derecha, sino a la cultura, –o sea, a un objetivo tan extraño al medio– pudieron inaugurarse los multicines, acogidos al sacrosanto nombre de Luis Buñuel, en abril de 1977. Tan señalado momento histórico sirvió para que en sus distintas salas se vieran como debut La Edad de Oro/Simón del desierto, La gran comilona, La encajera y La batalla de Chile primera parte: La insurrección de la burguesía, título profético como luego veremos (3).
Las salas respondían al modelo francés de funcionalidad absoluta. Solo servían para ver cine. Paredes desnudas, butacas cómodas, pantalla colgante sin telones, buen sonido, buena proyección, versión original subtitulada, ambiente acogedor enormemente apropiado para su uso y disfrute. El paraíso del cinéfilo, en principio. Pero tras las sesiones inaugurales la euforia va decayendo. El ciclo Bogart, el ciclo “nuevo cine alemán” (4), el musical, dejaban paso a un ciclo Saura de circunstancias.
Pronto se vio cuan infundados eran los temores que habían precedido a su inauguración. Había sitio para aparcar y la salida al término de las sesiones mostraba a tres y al de la guitarra –barbas, pelliza, lentes– que para colmo no tenían ni coche. La burguesía, naturalmente, no quiso saber nada. Los multicines empezaron a verse frecuentados por un público muy localizado –y muy escaso– y las sesiones fueron la reunión de una docena de soledades. Por otra parte la proyección, de innegable valor cultural e informativo –todo hay que decirlo– no se veía siempre acompañada por la amenidad, y es bien sabida la existencia de una teoría que muchos defienden y pocos desmienten de que no existe cine bueno ni malo sino entretenido y aburrido.
Como las desgracias no vienen solas, el suelo del hall, interior y exterior, se vio presa de una inundación que obligó a levantar todo el enmaderado y sustituirlo por ladrillo.
Se tomaron soluciones, se buscó la película juvenil. Al igual que la Joven Guardia Roja (5) creía atraer adeptos con conciertos de rock en sus mítines, los Buñuel montaron ciclos con horribles películas que, a falta de otra cosa, daban marcha al cuerpo, a la espera de que por este camino se llenarían las salas. Algo de eso ocurrió con la inefable Grease (6), proyectada como quien se agarra a la tabla de salvación económica. Hay que decir que previamente habían abjurado de la versión original y la película doblada podía tener carta de naturaleza en el hasta entonces templo de la versión original. De cualquier forma, salvo Grease, tampoco la película rock ha añadido laureles ni ha quitado números rojos. El semblante de la señora viuda de Julián Grimau (7), encargada y anfitriona amabilísima y educadísima de los Buñuel, se había vuelto sombrío.
Ciertamente los Buñuel surgieron en un momento en el que al desaparecer la legislación de las películas en versión original, éstas tan apenas figuran en las listas de material. No hay films importantes y los que existen están en manos de potentes distribuidoras contratadas en exclusiva con las grandes empresas. Quedan las distribuidoras especializadas, a la espera de una legislación más benigna pero, mientras tanto, tiempos duros.
Para los aficionados al cine en Zaragoza, raza a extinguir, la apertura de los Buñuel suponía un rayo de esperanza en la mediocridad de esta ciudad. Se pensó que la imaginación llegaba al poder aún en una parcela tan limitada. Por ello esta falta de firmeza en su desarrollo supone una innegable desilusión. Política de parcheo que ha continuado con la proyección de los films que dejan libres el Goya y el Fleta. Vamos, algo así como unos sustitutos del Alhambra y del Actualidades, lo que hace gritar una vez más aquello de “¡no es eso¡ ¡ ¡no es eso¡” (8). La simbólica bajada de pantalones de los Multicines Buñuel es una de las pruebas más concluyentes de la miseria cultural de la ciudad. Habrá que esperar a una política de protección de estas salas –improbable salvo extraños acontecimientos en el período 1979/1983– y que sean las únicas que desarrollen una labor cultural cinematográfica de cierta entidad para ver si así se afianza el camino y todos saben a que atenerse. La cuestión es llegar vivos. Entretanto “el cielo puede esperar” (9).
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Luis Betrán
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Notas:
(1) Zaragoza Urbana y Parra, respectivamente.
(2) Obviamente el Partido Comunista de España (PCE).
(3) L'age d'or (1930, Luis Buñuel y Salvador Dalí), Simón del desierto (mediometraje de Luis Buñuel no concluido por falta de dinero, 1964).
(4) Películas derivadas del “Manifiesto de Oberhausen” (1962), cineastas como Alexander Kluge, Volker Schlondorff, los hermanos Schamoni (Uli y Peter) y, más tarde, Werner Herzog, Werner Schröter, Rosa Von Prauheim, Jean-Marie Straub, Rainer Werner Fassbinder, Hans Jürgen Syberberg y un no corto etc.
(5)
Sección juvenil del PT (Partido del Trabajo) de ideología maoista.
(6) Grease (1978, Randal Kleiser con John Travolta y Olivia Newton-John).
(7) Julián García Grimau. Célebre dirigente comunista detenido por la policía franquista en Madrid en 1962. Fue conducido a la Dirección General de Seguridad sita en la Puerta del Sol y, tras diversas torturas, arrojado por la ventana. Como no falleció del impacto, fue finalmente fusilado el 20 de abril de 1963.
(8) Frase contenida en el célebre artículo “El error Berenguer”, publicado en el Diario “El Sol” el 15 de noviembre de 1930 , de José Ortega y Gasset.
(9)
Alusión a la película de Ernst Lubitsch del mismo título (Heaven can wait, 1943), que en España se tituló El diablo dijo no. Años después se estrenaría otro filme con Warren Beatty cuyo título original era el mismo que el de Lubitsch y su traducción al castellano fue, en este caso sí, El cielo puede esperar.
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