Michelangelo Antonioni: La soledad del poeta
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Ningún otro director pareció ser tan tímido como Antonioni. La sociedad le defraudaba. Sus seguidores mirábamos atrás hacia un espacio vacío. Este gran director fallecido el mismo día que el enorme Bergman, fue tan retraído y vacilante, que llegó a realizar tan solo dos películas en la década de los ochenta (El misterio de Oberwald, Il misterio de Oberwald, 1980, e Identificación de una mujer, Identificazione di una donna, 1982).
Antonioni dijo en cierta ocasión que su mayor defecto era la modestia, pero algunos podrían sentirse inclinados a no tomarle en serio y a pensar que de lo que podía acusársele era de oscuridad. Por ejemplo, la MGM tras el éxito de Blow-up (1966), llamó a Antonioni para que fuera a Estados Unidos y le contrató para dirigir lo que se suponía iba a ser una película taquillera y de prestigio sobre el tema de la contracultura y las revueltas estudiantiles, llena de violencia y de sexo. En lugar de eso, Antonioni realizó un estudio sobre el espacio y el color, con la ira y la rebeldía juveniles disolviéndose sin más en los ocres y amarillos del Valle de la Muerte y en medio de una gigantesca explosión. Nadie entendió, en su día, lo que había querido decir ni con ese final ni con toda la película. Nadie comprendió que Zabriskie Point (1970) era una rapsodia.
Para Michelangelo Antonioni, el final de esta película, por lo demás fallida, era una declaración de principios sobre el eclipse del amor y de los “valores humanos”. Había hecho la película que quería, a pesar de sus dificultades para captar el idioma hablado en USA y para adaptarse a sus métodos de rodaje. Zabriskie Point es un país y un paisaje destrozado por construcciones llamativas y extravagantes y por ambiciosos planes de desarrollo. No obstante, mediante un acto de voluntad cinematográfica, recupera al final su dura y enigmática pureza con la destrucción a cámara lenta de todos los ingredientes de lo que podría ser el sueño o más bien la pesadilla de un profesional de la publicidad. La desintegración de los objetos adquiere una calidad de angustia lírica en la que música de Pink Floyd aminora el dolor. Fue el punto de inflexión en la carrera hermosa y desigual del cineasta de Ferrara. Más lo fue en la dialéctica de la negatividad.
Espacios desiertos La obra de Antonioni ya había experimentado –esta vez positivamente– una drástica alteración en los sesenta. En su peculiar Italia, tan alejada del neorrealismo como de Visconti o Fellini, había realizado toda una serie de películas –las que le hicieron inmortal– llenas de angustia psicológica sobre temas tales como la incomunicación, la imposibilidad de las relaciones amorosas y el miedo al fracaso. Luego salió de su país natal y empezó a viajar: a Inglaterra, a Estados Unidos, a China y a los diversos países en los que transcurre la existencialista El reportero (Professione reporter, 1975), entre ellos España (buena parte de la película se rodó en Barcelona y Almería).
Pero el cambio fue menos espectacular de lo que parecía. Sus películas han sido siempre sobre las lagunas que separan a la gente y sobre las relaciones entre el exterior y el interior. Blow- up ofrecía una curiosa visión de lo que se dio en llamar el “swinging London”, pero en realidad giraba en torno a la forma en la que un fotógrafo profesional creía descubrir la verdad de un misterioso suceso ocurrido en un parque (cfr: Las babas del diablo de Julio Cortázar). De forma similar, El reportero es sobre la posibilidad de entrar y salir de los edificios, y, prácticamente, toda su acción puede expresarse en esos términos. Las divagaciones de tiempo y lugar se van desvaneciendo según la película avanza hacia ese sublime final en el que la cámara sale de una habitación llena de mortales presagios, vaga por un gran patio y vuelve al mismo lugar del que salió, como un espíritu que ha abandonado y regresa a su tumba. En el cine de Antonioni las instituciones sociales son consideradas como prisiones. Este singular y revolucionario director fue siempre un poeta de lo incognoscible, nunca un intelectual. Por ello ha ejercido tanta influencia en cineastas orientales hoy tan aclamados, y tan discutibles, como Jian Zhangke, Tsai Ming-liang o Apitchatpong Weerasethakhul . La cámara de Antonioni ha enseñado su propia reverencia por la desolación.
Sus personajes son soñadores, atrapados entre la búsqueda de la satisfacción y un inevitable declive, y algunas veces incapaces de mirarse unos a otros por el dolor que provoca el hecho de ver y ser visto. A comienzos de los sesenta se le encasilló como el poeta del pesimismo y la incomunicación encarnados en el estilo nervioso y, a la vez, contenidamente romántico, de interpretar de la maravillosa Monica Vitti. Pero eso equivale a ignorar el verdadero significado del cine de Antonioni y la forma en que su inicial distanciamiento llegó a convertirse en algo parecido a una especie de exaltación mística. Ningún otro cineasta ha sabido infundir a lugares aparentemente vulgares tantas dosis de romanticismo y misterio, convirtiendo a sus personajes en casi peregrinos a punto de traspasar algún umbral metafísico.
Profesión: artista Nacido en Ferrara en 1912, Antonioni la recuerda como “una maravillosa ciudad pequeña de las llanuras de Padua, antigua y silenciosa”. Parecía estar anticipándose con estas palabras a los escenarios en los que transcurren sus propias películas, como la ciudad desierta de La aventura (L'avventura, 1960), película crucial en la historia del cine que cambió la narrativa clásica y que ejerció, tras ser pateada y abucheada en Cannes, una enorme influencia en el cine de calidad del futuro, tanto en Europa como en Estados Unidos. Nada que ver, por supuesto, con las “osadías” de la Nouvelle Vague y su farsante gurú: el desvergonzado, oportunista y charlatán Jean-Luc Godard.
El dilema de La aventura, el enigma de la desaparición de una joven, empieza poco a poco a parecer irresoluble, pero puede sentirse, casi palparse… como la rugosa y desconchada pared de La noche (La notte, 1961), de la que Lidia (impresionante Jeanne Moreau) arranca un trozo, sugiriendo que lo que está manejando en realidad es un fragmento de la historia del tiempo humano. Estas dos películas suponen la cumbre del cine de Antonioni y, acaso las dos únicas obras maestras absolutas en la filmografía del autor ferrarés.
De niño, Antonioni participaba en juegos que luego reaparecen en sus películas (Bergman y Antonioni no estaban, pues, tan distantes). Le fascinaban los edificios y dibujaba planos, hacía fachadas e incluso construía modelos en tres dimensiones. Luego añadiría figuras humanas a esos edificios ideales y empezaba a inventarse historias sobre lo que estaban haciendo en ellos. De ahí, la importancia emblemática del espacio en las películas de Antonioni: el ascensor y la escalera de Crónica de un amor (Cronaca di un amore, 1950); el sentimiento de fraude que impregna el plató cinematográfico de La signora senza camelie (1953); la frontera que representa la playa en Las amigas (Le amiche, 1955); los desolados y grises paisajes del valle del Po de El grito (Il grido, 1957); hasta llegar al tumulto de la Bolsa en El eclipse (L'eclisse, 1962) y la habitación en que tiene lugar la orgía de El desierto rojo (Il deserto rosso, 1964) en la que a través de las rendijas se ve pasar a los barcos. A estas películas, excelentes todas ellas, habría que añadir los tres episodios que conforman I vinti (1953) magnífica obra que se anticipa a lo que luego se llamó “el realismo crítico”.
El eclipse de Antonioni Antonioni estuvo sujeto a los vaivenes de la moda. Su gran época fueron finales de los 50 y comienzos de los 60. Luego fue postergado y considerado como un director “anticuado” (a lo mejor era Godard el “moderno”). Las películas rodadas a partir de La aventura corrían ya el peligro de caer en un progresivo amaneramiento. No obstante La noche es quizá el título más conocido de Antonioni (excepción hecha de Blow-up) y el que disipó las dudas sobre su valía tras las polémicas generadas por La aventura. El eclipse es probablemente su película más infravalorada. Su visión de la ciudad moderna, del vacío de sus habitantes, de sus deseos de huida y su código expresivo, el lugar de una cita en el que Monica Vitti espera en vano, una farola que se enciende mientras tiene lugar el eclipse que da título a la película, etc., merecieron mejor suerte. Más discutible es El desierto rojo (Il deserto rosso, 1964) que no consigue transmitir la supuesta angustia de su protagonista, una excesiva Monica Vitti junto a un despistadísimo Richard Harris. Sin embargo, el paso del tiempo le ha beneficiado: sus colores irreales tamizados por efectos nebulosos, la asfixia de los humos de las fábricas e incluso la neurosis de su protagonista son signos que anticipan nuestra lamentable y globalizada sociedad.
Antonioni, un cineasta siempre audaz e innovador, experimentó con el vídeo digital en El misterio de Oberwald, una producción para la RAI basada en El águila de dos cabezas de Jean Cocteau sin mayor interés, y, eso si, se reencontraría consigo mismo en la casi ignorada y muy notable Identificación de una mujer (1982), en el tercer episodio de Más allá de las nubes (Al di lá de le nuovole, 1995, rodado en su Ferrara natal) y con su precioso corto Lo sguardo de Michelangelo (2004). A pesar de sus limitaciones físicas el poeta, en su soledad, seguía enhiesto.
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Luis Betrán
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