Cinepatía: Un rincón para los amantes del cine de terror


Capítulo III: Beatas conversaciones en el bar de las velas

 

El día en que comencé a escribir estos artículos que, a la larga, espero conformen un libro, mi amigo Carlos Gracia me había invitado al preestreno de El exorcista, una obra maestra que era mucho más maestra antes del falso director's cut. Pero no voy a hablar aquí del clásico de Friedkin (lo haré en el capítulo siguiente) sino de lo que aconteció al concluir el evento.

Salimos embozados en nuestros abrigos del cine Don Quijote. Era tarde, la una y media de la madrugada y, a pesar de ello, decidimos ir a tomar un café. Habíamos olvidado que estábamos en Zaragoza un vulgar martes de finales de octubre. Acudimos a un par de sitios cercanos y no nos atrevimos a entrar porque la mirada de los cansados camareros parecía surgir de lo más profundo de las almas más atormentadas del infierno. Así las cosas, corrimos a un tercer garito y tuvimos que tomar el brebaje de manera atropellada (las extrañas perturbaciones de la luz parecían amenazarnos para que nos fuéramos). Aun con todo, no desistimos en el empeño de tomar un buen café y nos aventuramos en la quietud de la ciudad eterna hacia el insigne Paseo de la Independencia. Todo era calma y soledad. Tan solo el silbido del viento perturbaba el monumental silencio que reinaba en el lugar. El Paseo de la Independencia, a esas horas de la noche, absolutamente vacío, tiene una textura preciosa. La luz de las farolas y la profundidad que otorgan los porches a lo largo de las aceras encienden una febril ansia por fotografiar esa mágica atmósfera.

Algunos lugares de esta ciudad, sobre todo de noche, tienen un aura perfecta para rodar películas de terror. Son lugares preciosos de día pero que, de noche, resultan de un encanto mistérico arrebatador. En algunos momentos de mi película Viernes 13 parte apócrifa: Jason llega a Zaragoza, traté de captar algunas de estas realidades que más bien resultan decorados de película manierista italiana.

Mi amigo Carlos Gracia y yo paseamos hasta la parte de atrás de la fachada del Teatro Principal (hermosa plaza, con esa luz tan blanca, casi divina) y nos adentramos por unos callejones sombríos (la combinación de luz y sombra es algo que siempre me ha gustado, otorga una gran fuerza dramática). En una esquina nos topamos con unas húmedas vidrieras a través de las cuales se adivinaban un montón de mesitas con gente alrededor. En cada mesita había una vela para iluminar a los contertulios (una idea de lo más brillante y atractiva).

-Fíjate, un bar lleno de velas. Aquí es donde tenemos que entrar -dije. Y Carlos accedió gustoso.

Mi amigo Carlos tiene un evidente gusto por lo academicista en cuanto a cine se refiere. Así las cosas, no coincide conmigo en este aspecto (si bien a mi el academicismo no me desagrada me interesa más, artísticamente, lo que no se acoge con formalidad escolástica a la norma, lo que, para bien o para mal, se sale de lo cotidiano; una mala película antes que una mediocre). Podría decirse que, aunque a veces intente camuflarlo, es un defensor a ultranza de lo políticamente correcto (cinematográficamente hablando). No obstante sé que, en el fondo, el bueno de Carlos se siente atraído por lo oscuro, sé que, en secreto, envidia mi bizarra colección videográfica, que siempre ha pretendido darme el cambiazo de su Casablanca por mi El destripador de Nueva York sin que yo me diera cuenta. Así las cosas, quizá movido por el nervioso tililar de las velas del bar en penumbras, quizá excitado por las tres hermosas mujeres (créanme, trasunto local de las abstractas tres madres ingeniadas por Argento) que cuchicheaban secretamente cerca de nuestra mesa, fue Carlos quien sacó como tema de conversación uno de los asuntos de los que más extensamente trataré en otro capítulo de este libro: el snuff cinema.

Yo tengo mi teoría personal al respecto de este tipo de cine (teoría que esbozaré, como ya digo, en capítulo posterior) pero me sorprendió gratamente lo que Carlos me contó, lo acertado, en definitiva, de sus hipótesis (de ahí que terminara por corroborar mi suposición al respecto de su secreto gusto por el más puro underground). Echando por tierra, de un plumazo, toda mi labor investigadora al respecto de este peculiar asunto (soy partidario, por el contrario a lo que piensa Carlos, de la idea de que la snuff movie, en cierta manera, es una leyenda urbana, no existe como tal) Carlos dijo algo que me provocó mucho más escalofrío que la película que acabábamos de ver. Dijo que él pensaba que, en principio, el snuff había sido una falacia, una mentira peligrosa en tanto en cuanto a alguien (seguro que a más de uno) le había creado la necesidad de consumir este tipo de producción audiovisual. Así las cosas, la mentira inicial había servido para crear una demanda consumista, un deseo por adquirir material snuff que había llevado a que, quizá los mismos artífices de la mentira, crearan una realidad que les aportara beneficios. Terrorífico. Siguiendo una de las máximas de la sociedad de consumo, Carlos, inteligentemente y amparado en una reciente noticia relacionada con una red de abusos de menores que, ciertamente, habían ejecutado niños ante un objetivo, manifestaba que, partiendo de la nada se estaba creando una necesidad de mercado que finalmente se estaba satisfaciendo. Vuelvo a reiterar: terrorífico.

La verdad es que la idea de Carlos (en tanto en cuanto sí que parece cierto el reciente descubrimiento de esos videos de niños asesinados) es acertadísima, para nada descabellada y a la vez, arroja un poco más de luz sobre el porqué del éxito de El exorcista en estos tiempos en los que Dios parece definitivamente expulsado del mundo por una sociedad cada vez más basada en el poder económico.

En definitiva, beatas conversaciones en el bar de las velas... y entre dos trasnochados.

Alberto Jiménez

 

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