El exorcista es una de las películas de terror más exitosas de todos los tiempos. Un clásico moderno cuyas constantes han sido asumidas como parte del folclore de nuestra cultura popular actual. Casi todos la hemos visto, casi todos la hemos vuelto a ver en su reestreno (en esa nueva versión que se nos ha vendido como el director's cut). Pero, ¿qué es lo que nos atrae tanto? ¿Qué nos provoca tanto temor a lo largo de la proyección? ¿Los famosos sonidos subliminales? ¿Los conocidos insertos fugaces de espantosos rostros satánicos? ¿El magistral maquillaje que Dick Smith aplicó sobre una perfecta Linda Blair? No pretendo aclarar aquí, pues sería un torpe acto de soberbia, qué es lo que nos gusta tanto de esta película que hace que, veinticinco años después de su estreno corramos de nuevo al cine a verla (cada uno irá por el motivo que sea, pues cada uno disfrutará e interpretará la película a su manera y sería absurdo dar una clave general de el porqué válida para todos). Unicamente voy a decir qué es lo que más me gusta a mí, o una de las cosas que más me gusta de esta película despues de haberla disfrutado catorce veces. A mi juicio, El exorcista no es una película de posesión demoniaca convencional (diablo malo posee niña buena y cura bueno salva niña buena y vence a diablo malo). Creo que El exorcista es una película sobre una sociedad, la nuestra, cada vez más alienada (como en cierta manera también lo eran French connection, Jade o A la caza, películas también dirigidas por William Friedkin). La película se abre con una escena que cuenta una jornada en la vida del padre Merrin. Se nos muestra a un sacerdote de occidente involucrado en una tradicional sociedad árabe. Por contraposición, la película continúa mostrándonos la vida de una estrella del cine en una moderna sociedad occidental. También hay un sacerdote, el padre Karras (todo lo contrario de Merrin), que parece no tener lugar en un ambiente cada vez más tecnificado (ruidos de aviones, sonidos de trenes y pitidos de automóviles en la banda sonora). El padre Karras, más volcado en la Ciencia (como hombre de su tiempo) que en la fe (en un momento del metraje llegará a decir que teme haber perdido la fe). Además tenemos una niña (Reagan) que se siente abandonada (un padre que no aparece a lo largo de toda la película y una madre más preocupada por las fiestas de sociedad y el trabajo que por las necesidades afectivas de la pequeña). Y también tenemos una anciana (la madre de Karras) que morirá abandonada en un asilo para dementes. Así las cosas, los personajes se comportan o sufren las consecuencias conforme marca una sociedad tan desapegada de la tradición, tan volcada en su propio progreso y ostentación, tan lejana de los predicamentos propios del cristianismo que no es de extrañar que, finalmente, el Diablo se encuentre a gusto en ella. Muchos de los personajes de El exorcista pecan de inconsciente manera, alienados por una sociedad occidental que transforma al individuo y llega a hacerle ver normal, incluso bueno, lo que la tradición judeo-cristiana siempre condenaría. Hoy por hoy tendemos a entender como correcto el comportamiento de los personajes de la película: es correcto separarse del marido, anteponer el trabajo al cuidado de los hijos, abandonar a una madre en una residencia... Quizá sea eso lo que más inquiete de El exorcista, el que nos veamos reflejados en el cuadro dramático, de una u otra manera, que conforman los angustiados (de una u otra manera) protagonistas de la cinta, que no los escupitajos verdes de Reagan o sus vertiginosos giros de cabeza. Lo segundo, en cierta manera, es una consecuencia de lo primero (y esto sí que es subliminal). Así las cosas, les confesaré que mis dos secuecias favoritas de la película no tienen nada que ver con la famosa escena del exorcismo. Me quedo con ese conmovedor momento en el que el padre Karras acude a un barrio marginal a visitar a su madre enferma (la madre está escuchando un programa religioso y la casa está repleta de imaginería religiosa; es decir, que a mayor pobreza mayor tradición, todo lo contrario de lo que ocurre en casa de Reagan, una casa preciosa, amplia, bien iluminada, en la que encontrar un crucifijo despierta el histerismo de la madre de la niña, gritándoles a sus criados que quien a puesto eso bajo la almohada de su hija) y, por último, me quedo con otro momento, un plano secuencia genial: la cámara enfoca a la madre de Reagan hablando por teléfono, chillando a una telefonista porque no logra dar con su exmarido (es el cumpleaños de Reagan y su padre no la ha llamado). La madre grita, se pasea nerviosa, el cable del teléfono se engancha con un cuaderno que hay en el suelo y que la asistenta, arrodillada, trata de desenganchar. Mientras ocurre todo esto, la cámara se aleja lentamente hasta que en primer término, apoyada en el quicio de una puerta, en la parte izquierda del encuadre, vemos a Reagan, completamente entristecida. Sola en un mundo de solitarios.
Alberto Jiménez
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