El cuerpo nace, crece, se reproduce y muere. Quien ingenió esta máxima olvidó una faceta fundamental: el cuerpo cambia. Aunque quizá no la olvidara, quizá diera por supuesto que entre el nacer, el crecer y el morir estaba implícita la idea del cambio. Siempre me ha obsesionado la idea del cambio, de la diferencia que puede haber en mí entre el hoy y el mañana, de cómo puedo ser yo debido a X dentro de algún tiempo. Me miro al espejo y no veo lo que veía ayer y, en general, a mi alrededor, todo cambia y todos están obsesionados con el cambio (moralmente, políticamente, económicamente, fisicamente, socialmente). Cambio, transformación... a todos los niveles. Me miro al espejo y veo un antropoide de hace un montón de millones de años. Me miro al espejo y veo a un hombre diferente al de hace tan solo cuarenta, un hombre fusionado con la máquina, con la tecnología, un hombre mutado por el progreso, dependiente de lo que antes no existía, envuelto en el inexorable torbellino del cambio. Cada siglo, las cosas cambian; cada milenio, las cosas cambian (o al menos eso creemos). Qué casualidad, se acerca el fin del siglo, el fin del milenio y, claro, hay que cambiar. Nadie parece estar contento con el ser actual. Todos aspiran a un yo futuro. Salgo de casa. Llego tarde al cine. Cojo el coche, la potente máquina que me transporta a una velocidad de infarto hasta los Warner Lusomundo. En la taquilla hay fila. La película va a empezar. La chica es lenta, no sabe jugar bien con ese ordenador que expende las entradas. Otra chica se coloca junto a ella, en otro ordenador. La fila avanza. De nuevo la prodigiosa relación del hombre con la máquina, del cuerpo con la tecnología. Me siento en la butaca. La sala se llena de gente joven traspasada por el piercing, tintada por los tatuajes... ¡Cabellos de mil colores! ¡Lacas de uñas imposibles! Se apaga la luz. Comienza la película, en sonido digital. X-Men. Al comienzo una voz dice que cada cierto tiempo la humanidad evoluciona y que ese momento ya ha llegado, han aparecido los mutantes. Tras dos horas de proyección salgo a la calle. Miro el reloj. ¡No voy a llegar al gimnasio! Tomo de nuevo el coche y cruzo veloz la ciudad: luces, velocidad, chirridos... metal. El gimnasio está lleno de cuerpos que desean mutar. Yo también lo deseo. Mutar a mejor. A lo que dicen que es mejor. Vuelvo a casa. Tengo ganas de escribir algo acerca de las mutaciones. Pero aún no estoy preparado para ello. Lo sé. La idea está en la cabeza, pero aún no se ha gestado suficientemente. Ya llegará el momento. Necesito un poco más de inspiración. Voy a mi cuarto y tomo Tetsuo de la estantería. Es una de mis películas favoritas. La inserto en el magnetoscopio y comienzo a delirar a raiz de sus vertiginosas imágenes en blanco y negro. Tetsuo es una fábula perfecta de esa cultura del fin de milenio para la que es tan importante la electrónica, la biomecánica, la informática, la nano-tecnología. Los avances médicos, las drogas más sofisticadas, la contaminación, la nueva alimentación (mientras escribo esto me estoy tomando un Sunny Delight enriquecido con vitaminas A, B6 y C) están contribuyendo a un curioso proceso evolutivo. Podemos vivir muchos más años que nuestros antepasados, es necesario ser joven, atlético y guapo (¡viva la cirugía estética y los desnatados Danone!), hay que saber manejarse con Internet y, porqué no decirlo, no es necesario relacionarse sexualmente con las personas (tenemos vídeos, consoladores mecánicos, teléfonos, chats privados y un largo, largo etcétera). Recuerdo la más emotiva de las escenas del clásico de Kubrick (2001: una odisea espacial). Bowman tiene que desconectar a Hal 9000. Tiene que prescindir de la máquina (máquina que, por cierto, parece haber adquirido sentimientos humanos). Escena inviable algunos años más atrás (recordemos a esa Ripley enfurecida rogando a la Madre de la Nostromo, no digamos nada de ese Terminator que comprende los sentimientos humanos al final de Terminator 2: el día del juicio). Hoy por hoy, Bowman no hubiera desconectado a Hal: se lo hubiera follado. Hoy por hoy Bowman es ese ciudadano medio del Tokio de la película de Tsnia Tsukamoto (Tetsuo) que, inesperadamente, comienza a mutar a una forma de vida sustentada en el metal, la mecánica, la tecnología. Es el tan conocido tema de la Nueva Carne llevado a un paroxismo cinematográfico genial, propio de un maestro del cine del fin del milenio. El abstracto y último estado evolutivo del 2001 de Kubrick toma forma real y definitiva en el Tetsuo de Tsukamoto. No es ese feto dulce, más allá del tiempo y el espacio, que flota lánguidamente en un universo tranquilizador. Es una pesadilla biomecánica, de tintes apocalípticos, que parece surgida de la febril imaginación de un Cronenberg en estado de paranoia total. No estamos contentos. Nos negamos continuamente a nosotros mismos. Lo que somos. Ansiamos una proyección ideal de nuestro yo. Jugamos con nuestra carne, con nuestra psique, en ocasiones hasta límites no tan aberrantes como los de la inquietante película de Tsukamoto, pero mucho más reales. Allá van unos cuantos escalofriantes ejemplos de bizarrerías videográficas que dan clara muestra de ello: 1. Entrante.
Head splitting. Veremos un hombre desnudo. El glande de su pene
le será amputado y la herida cauterizada. ¡Bon apetit, amigos mutantes!
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