Cinco razones por las que TOM CRUISE se merecía su papel en Eyes wide shut, basada en Traumnovelle de ARTHUR SCHNITZLER

 

 

Cruise es un mal actor. No es que no te lo creas en pantalla sino que llega incluso a molestarte. Rezas, suspiras, deseas que la cámara se aleje de él y ofrezca algo más que su primer plano. Pero nada, en todos sus filmes pasamos del plano corto cortísimo a la vista general. En fin, un personaje el de Cruise, que fue elegido por el nunca suficientemente ponderado Stanley Kubrick para llevar al cine una obra de Schnitzler. Arthur Shnitzler, un escritor austríaco de principios de siglo, judío, burgués, fundador del grupo preimpresionista Joven Viena; subyugado, como después lo estaría Kubrick y todo (casi) el público de Eyes wide shut, por el mundo del inframundo, por los celos, la obsesión, las manías, la libertad, lo irracional, los símbolos, es decir, el consciente y el inconsciente de los seres humanos.

Pero Kubrick, al que quizá se le pueda atribuir algún adjetivo ligado al despotismo o a la tiranía, jamás admitirá ninguno vinculado a la tontería y a la idiotez. Por ello, suponemos que tendría suficientes y poderosas razones para elegir a un personaje como Cruise para encarnar al protagonista de su adaptación de Relato soñado. Partimos del libro, el breve relato de Schnitzler, y extraemos rasgos del personaje de Fridolin -William en la pantalla-. Él, casado con una sugerente Albertine -ya sabemos, Nicole Kidman para Kubrick- cuenta con cinco características que sobresalen de su personalidad, una personalidad perfectamente reflejada por el escritor. Estos cinco rasgos son: 1.- inexpresividad; 2.- orgullo; 3.- atractivo físico; 4.- ambición y 5.- ambigüedad. Resulta que si sumamos las cinco, la “star hollywoodiense” que se obtiene de una adición de este tipo, nada sencilla de darse en un solo ser, no es otra que Tom Cruise. ¿No es obvio?. Pues veámoslo.

La historia se desarrolla en un mundo extraño, quizás no sea sino un sueño. “¿No tenía fiebre?”, se pregunta varias veces Fridolin-William. ¿Dónde está la realidad?, cuando el personaje “toma conciencia de que todo aquel orden, toda aquella armonía, toda aquella seguridad de su existencia no eran más que apariencia y mentira”. ¿Qué mejor rostro para “expresar” este sentimiento de desconcierto y descontrol que el del inexpresivo Tom Cruise?. En todas las escenas su cara parece la de un recién llegado al plató, la de un fuera de lugar, es decir, lo que el personaje requería. Estupendo, un actor vacío que parecerá un perrito faldero al lado de Albertine-Alice, una Kidman que borda el papel de su mujer. Ésta sí que debía ser fuerte, con carácter, real y carnal. Y la Kidman lo es.

Segunda característica: el orgullo. Potente, rayando incluso la soberbia, con ese pumto de egolatría que aparece en ocasiones... Así es Tom Cruise. Así es Fridolin-William. “Kubrick era el único que durante los tres años de rodaje (1995-1999) podía imponerse a Tom”, dijo Kidman, y prueba de ello es que quien osó decir esta boca es mía fue sustituido -véase Jennifer Jason Leigh o Harvey Keitel-. Orgullo de Cruise, orgullo para Fridolin-William: hombre machote, que se molesta porque su mujer pudo no haber llegado virgen al matrimonio, que cuando se ve asaltado por las dudas opta por irse de putas, alegrándose de que “todas aquellas cosas horribles estuvieran aún tan lejos de él; de estar en plena juventud, de tener una mujer encantadora y atractiva y poder disponer además, si se le antojaba, de una o varias mujeres más”; un hombre chulesco, vengativo, “llevar una especie de doble vida, ser el médico competente (...), el buen esposo y padre de familia... y al mismo tiempo un libertino, un seductor (...). Eso le pareció en aquel instante algo absolutamente delicioso”; que cree en los retos y que siente compasión de sí mismo por haber sido salvado por una mujer, acabando por no importarle nada ni nadie, deseando “comenzar una nueva vida como un hombre nuevo, distinto” pero dejándose atrapar por la ingenua rutina en cuanto se siente tentado por uns de sus redes de falsa seguridad.

Nada de esto habría hecho decidirse a Kubrick si no hubiera venido unido al atractivo físico del actor. Sus facciones angulosas, su nariz prominente, sus cabellos grasientos, su metro setenta más alzas, su forma de llevar el anillo de casado... Todo eso que le hace, al parecer, tan atractivo para el sexo femenino lo requería el director para unirlo al carácter tan sugerente del relato. Un relato desarrollado en una ambientación muy sensitiva y percibida por todos nuestros órganos. Nuestros oídos se activan leyendo Relato soñado al escuchar “los sonidos del armonio, que aumentaban suavemente (una música sacra italiana) y parecían descender de las alturas”, mientras estamos junto a Fridolin en la villa de la fiesta, rodeados de monjes y monjas, para deleitarnos luego con una antigua aria religiosa italiana en un dulce voz femenina y luego dejarnos llevar por un piano profano y descarado. Si Schnitzler lo pensó asi, Jocelyn Pook lo creó para la película y Kubrick decidió aceptar incluir a Shostakovich, Liszt, Rossini o a Chris Isaak. El oído disfruta, la nariz se deleita también en la casa del consejero fallecido con el aroma de “muebles viejos, medicinas, petróleo, cocina y también un poco de agua de colonia y jabón de rosas”; por las calles nocturnas “un perfume de prados húmedos de primevera en las lejanas montañas”; incluso en la tienda de disfraces, olor a “seda, terciopelo, perfumes, polvo y flores secas”, o de los pechos de la niña de la tienda -fantástica Leelee Sobieski- de donde “ascendía un perfume de rosas y polvos...”. Los ojos miran y remiran la profusión de adjetivos visuales que el relato aporta y de los que Kubrick no dudó en aprovecharse para trasladarlos a la pantalla, cosa fácil de hacer pues el relato es muy cinematográfico -incluso se da la alternancia de escenas o la descripción de la iluminación- pero sí difícil de hacer bien, es más, genial, como logró Kubrick: transformó en simbólicos los “destellos plateados y rojos que surgían de la flotante oscuridad” de la tienda de disfraces, el blanco de la cama de la hija de la pareja protagonista, el negro del maletín de Fridolin-William o “el azul pálido con nubecitas blancas” del cielo del día en que él se hace consciente de su sueño de vida.

La cuarta característica se explica pronto: la ambición, que, como la fe, mueve montañas, y más si va ligada al dinero. Cruise lo tiene, Kubrick lo sabía, y sabía de sus deseos de fama y respeto por la crítica. Por eso pudo disponer de él tres años, encerrarlo en su castillo, penetrar en su personalidad, incluso, dicen, crearle dudas sobre su afianzado fanatismo por la Cienciología. Cruise consiguó lo que quería: participar en un proyecto que iba a entrar en la Historia del Cine. Kibrick se aprovechó de él inteligentemente y, de paso, le dieron a Nicole Kidman la oportunidad de brillar por encima de todos. ¡Ah!, por cierto, Cruise repitió en sus ambiciones de respeto de la crítica con Magnolia, incluso llegó a la nominación para el óscar y a las alusiones por parte del premiado Michael Caine. Allí estaba en sus poses, y por eso salió bien, lo reconozco. Brillante peli la de P.T. Anderson.

Acabamos con el personaje de Fridolin. Schnitzler nos lo describe al completo pero nos deja un resquicio para la duda, un lugar para la ambigüedad. No dejamos de creer en ningún momento que nos oculta algo, pensamos que va a saltar por donde menos nos lo esperamos, juega con nuestra incertidumbre. Y Cruise también. El matrimonio Cruise-Kidman para el gran público ha sido siempre polémico. Que si tuvo lugar sólo para acallar los rumores de homosexualidad de él, que si los hijos adoptados son consecuencia de una incapacidad de ambos para procrearlos... Qué se yo, mil y una historias, rumores, bulos y correveidiles que quizás Kubrick conocía (sin duda) y que uniría a sus personajes, a su película para darle morbo, crear interés. Él lo controlaba todo, también la parte comercial, de distribución. Sabía venderse y sabía que precisamente el no saber nada creaba avidez. Por eso sólo tras su muerte pudimos ver las primeras imágenes de rodaje -famosa escena del espejo-, por eso tras su muerte su realizó un documental -The last movie- y por eso tras su muerte su coguionista Frederic Raphael publicó un libro -Aquí Kubrick-. Consiguió, una vez más, entrar en la historia.

 

Susana

 

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