Domesticación mediante chutes de estética audiovisual

 

 

En este maravilloso primer mundo, donde multitud de simples dolores de cabeza se traducen en la creación de una industria multinacional que fabrica pastillas para tan insufrible molestia, el cine no deja de ser un instrumento más de la maquinaria, una pieza que otra gran industria se encarga de engrasar a modo de jugosas subvenciones para que no rechine demasiado en los oídos de los espectadores, un producto, al fin y al cabo, entretenedor como pocos, sedante como ninguno, puesto que si algo se ha ensalzado en estos tiempos de tecnología punta, eso ha sido la imagen, elevada hasta el rango de mito, hasta la categoría de imprescindible.

La imagen, las apariencias, las fachadas, los vestidos, etc. o, en resumidas cuentas, el cine como gran sedante de las masas, como el agente domesticador que ya no recurre a lo subliminal ni a lo subterráneo - ¡si Goebbels levantara la cabeza…! - para atrapar a adeptos incautos. La suya - la del cine comercial - es una fórmula sencilla, de andar por casa, consistente en repetir el producto enésimas veces y cuyo resultado está en boca de todos: El espectador, claro, acaba tragando.

Las directrices de tan eficaz planteamiento vienen a ser las mismas en infinidad de largometrajes. Así escuchamos música romántica cuando la pareja protagonista - por supuesto, pareja heterosexual - se da un señor beso; nos conducen a una escena final llena de suspense de la mano de unas notas repetitivas (me estoy acordando de la música de Psicosis, o la de Tesis por no irme tan lejos a pescar ejemplos); digerimos imágenes con previo toque de laboratorio en el que pastelan los fotogramas de acuerdo con las necesidades puntuales de la trama; nos atiborran de secuencias que se han grabado desde cuatro o cinco puntos diferentes y que en la pantalla se resume en infinidad de cortes en esa acción trepidante en la que el héroe de turno se las apaña para acabar con todos los malos; el sonido de las películas, una vez dentro de la sala de proyección, nos entra por los oídos pulidito y sin ruidos de fondo molestos. Acostumbraditos como nos tienen a consumir este tipo de películas "modernas", no es de extrañar que, por ejemplo, los trabajos procedentes del Dogma 95 supongan, como poco, una patada en los mismísimos cojones de lo establecido. Y en este caso quien habla de Celebración o de Los idiotas, habla también de El sabor de las cerezas, de Rosseta o de El sol del membrillo, entre otras muchas películas de la última década. 

¿Qué es lo que tanto le molesta al personal de estos largometrajes? ¿qué son productos que no entretienen, por ejemplo? ¿qué no le evaden a uno de su existencia cotidiana? ¿qué no le proporcionan una vía de escape a tan soporífera vida? Ateniéndonos a lo que se escucha por la calle, sin duda la gente tiene motivos para evadirse. Pero dicha evasión - la que nos propone el cine comercial - es tan magnífica que inmediatamente después el personal regresa al lugar del que huye. Se puede decir que la evasión que busca la gente además de entretener, embrutece, como si sólo se tratase de un juego que consiste en obtener una evasión virtual durante unas pocas horas. Porque uno sale del cine y se encuentra con el mismo estado de las cosas del que huía cuando decidió ver tal película. El asunto queda lejos de ser una evasión porque, dicho sencillamente, uno no se evade de nada. El somnífero comercial vendría a ser, como no puede ser de otra manera, un juego absurdo cuyo fin es creerse que uno se está evadiendo. Una vez mutiladas la reflexión y la crítica, el espectador se conforma con ser ametrallado a base de imágenes trepidantes, de historias sin argumento y de cuerpazos danone que llevan la cabeza sobre los hombros con la única pretensión de ejercer un peso equivalente al de una cabeza hueca.

Así las cosas, uno entiende mejor por qué películas como Rosseta molestan tanto a los tecnócratas convencidos. Porque no es lícito que una película producida en la Europa del euro nos muestre las penurias de una pobre chica que sólo pretende encontrar trabajo, como no es lícito tampoco que en una película como El sabor de la cerezas un hombre busque voluntarios que le ayuden a morir. ¡Por dios!, con el entusiasmo generalizado y las ganas de vivir que tiene la humanidad occidental… ¿cómo se atreve este director iraní a amargarme mi dulce existir capitalista? Y por supuesto, uno comprende el rechazo unánime a las creaciones de los firmantes del Dogma 95, porque son películas con argumentos impactantes, con temáticas hirientes, que enseñan con toda la crudeza que el medio audiovisual permite los lazos hipócritas de las convenciones sociales. Pero sobre todo, lo que vienen a demostrar, y me temo que esto es lo que más duele, es que se puede sacar adelante una idea con poco dinero, echando mano de la tecnología haciendo uso únicamente de cámaras de formato cine e incluso de formato vídeo.

Si en su momento Niestzche incitó a dios a que subiera al patíbulo y Shopenhauer invitó al Hombre a un suicidio solidario, en la actualidad es la Economía y el Capital, y la industria cinematográfica como apéndice suyo, la que empuja a los hombres y mujeres de este tiempo a sufrir la barbarie de la imagen y la dictadura de la tecnología.

No se ve la salida al túnel, pero qué importa eso cuando tenemos dinero para gastarlo y tenemos cine para consumirlo.

 

Alonso Martín

 

 

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