DON QUIJOTE, DE ORSON WELLES

 

 

Desde 1992, fecha en la que se estrenó en el marco de la Expo de Sevilla, este infame montaje de Jesús Franco ha sido objeto de comentarios variados. La mayor parte, sin haber visto el filme, claro.

Orson Welles hace (según se entrevé en el bodrio comercial) una versión personal del mito español, pero sin alejarse ni un ápice del espíritu original de la obra de Cervantes. La reflexión de Welles sobre España, vista con los ojos de un visitante, es más válida por su objetividad que mil disquisiciones que podamos hacer los que la vamos sufriendo.

Comienza la obra con una serie de postales mal engarzadas de lugares cervantinos; con un montaje nefasto, salido del más cutre de los ordenadores. El texto en off, leído por Constantino Romero en el más puro estilo del NO-DO, reproduce fielmente las palabras del inicio del libro sobre el Ingenioso Hidalgo.

Y se despliegan los anacronismos: el encuentro con la doncella en una vespa, la batalla contra la procesión de Semana Santa (en la que los cofrades apalean a Don Quijote gritándole rojo y comunista, por haber arremetido contra ellos)... Y la interminable búsqueda de Sancho, que ha perdido a su señor: en pleno encierro de los Sanfermines, en una corrida de toros, entre un desfile de gigantes y cabezudos, etc.

Welles nos pasea por la España del tópico y nos convence por fin de que esa es la España que existe. Porque su defensa a ultranza de lo español es una crítica a su vez de lo genuinamente español. El genial director solía explicar que España no era sólo toros y flamenco, que también existía Castilla, sus campos, sus palacios, su despoblación. Pero en la película nos muestra la parte inexplicable, la masa gritando.

A lo largo del metraje podemos disfrutar de Welles y su fotografía preciosista, su claroscuro y sus contrapicados, su impecable dirección de actores, mientras escuchamos el soberbio texto del Quijote. Pero cuando el director y guionista se sale del texto cervantino encontramos al genio de la palabra y de la idea. Welles se encarna en Don Quijote y acusa a los "mercaderes de sueños" de haberle arrinconado. ¿No es quizás la más lúcida manera de acusar directamente a los "industriales" del cine de tener la sensibilidad artística oculta bajo sus anhelos pecuniarios?

Durante la batalla contra los molinos (el gigante Briareo y sus secuaces), los planos se amontonan como barajas caídas al suelo. Parece durante todo el visionado que los perpetradores de la bazofia hubiesen aprovechado hasta el último plano descartado que han encontrado. Pero el montaje denigrante del penoso irresponsable y sus secuaces no consigue ocultar por completo el brillo del genio de Welles. Si le hubiesen dejado, quizás ésta sería otra de sus grandes obras. Así, queda en un documento muy interesante, casi imprescindible pese a todo.


Antonio Tausiet

 

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