Orson Welles hace (según se entrevé en el bodrio comercial) una versión personal del mito español, pero sin alejarse ni un ápice del espíritu original de la obra de Cervantes. La reflexión de Welles sobre España, vista con los ojos de un visitante, es más válida por su objetividad que mil disquisiciones que podamos hacer los que la vamos sufriendo.
Y se despliegan los anacronismos: el encuentro con la doncella en una vespa, la batalla contra la procesión de Semana Santa (en la que los cofrades apalean a Don Quijote gritándole rojo y comunista, por haber arremetido contra ellos)... Y la interminable búsqueda de Sancho, que ha perdido a su señor: en pleno encierro de los Sanfermines, en una corrida de toros, entre un desfile de gigantes y cabezudos, etc.
A lo largo del metraje
podemos disfrutar de Welles y su fotografía preciosista, su claroscuro
y sus contrapicados, su impecable dirección de actores, mientras
escuchamos el soberbio texto del Quijote. Pero cuando el director y
guionista se sale del texto cervantino encontramos al genio de la palabra
y de la idea. Welles se encarna en Don Quijote y acusa a los "mercaderes
de sueños" de haberle arrinconado. ¿No es quizás
la más lúcida manera de acusar directamente a los "industriales"
del cine de tener la sensibilidad artística oculta bajo sus anhelos
pecuniarios? Durante la batalla
contra los molinos (el gigante Briareo y sus secuaces), los planos se
amontonan como barajas caídas al suelo. Parece durante todo el
visionado que los perpetradores de la bazofia hubiesen aprovechado hasta
el último plano descartado que han encontrado. Pero el montaje
denigrante del penoso irresponsable y sus secuaces no consigue ocultar
por completo el brillo del genio de Welles. Si le hubiesen dejado, quizás
ésta sería otra de sus grandes obras. Así, queda
en un documento muy interesante, casi imprescindible pese a todo. Antonio Tausiet |
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