El hombre que nunca estuvo allí

 

Habría que dedicar un tiempo, seguramente bastante, sólo para referirnos a los colores de esta película. Colores, sí; digo bien. La luz, esa luz prístina y demoledora, envuelve rotundamente con sus claros, por momentos deslumbrantes, y sus oscuros, por momentos aterradores, la narración de una persona de esas que, como se suele decir, "se dejan llevar por la vida", con la conciencia de que poco, o muy poco, puede hacerse para evitarlo o, más corriente aún, que aunque se quiera, seguramente no merece la pena intentarlo.

La gratificante ausencia de juicios morales, porque todo queda, es de agradecer, a la valoración subjetiva que cada espectador quiera, o pueda, hacer, enmarca una cinta necesaria de visionar. Luego vienen otros elementos, como la complejidad de lo aparentemente sencillo, porque nada es sencillo cuando de relaciones humanas y sociales se trata; los volteos que el destino (¿se dice así?) parece dar sin más sentido que el sinsentido que todo lo rige; el horror cotidiano, disfrazado de la apacibilidad familiar y social consensuada; la inepcia generalizada, por inducción, pero no sólo en la sociedad ya rural, ya urbana, del hoy gendarme mundial.

De ese caldo de cultivo podrá construirse una historia como la que ahora se puede admirar aún en cines de gran pantalla (cada vez menos, eso también es cierto), si bien a uno tampoco le puede extrañar que, en lugar de un tipo introspectivo que narra en off su transitar hacia ninguna parte, pueda hacerse también una agitada road movie con un asesino en serie como protagonista crepuscular que deja cuerpos y vísceras tras de sí.

Son formas de reaccionar ante esta vida, y no me vengan ahora con monsergas morales baratas. Usted decide, querido concursante: está usted, solo, y el fundido en negro para contar lo que piensa de todo esto.

 

Maximilien Robespierre


 

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