¿Caza de brujas?
Las salas Renoir pertenecen al empresario español Enrique González Macho, quien se situó en el mercado español gracias a su distribuidora Alta Films, especializada durante su primera etapa en cine soviético. Con los años, creó toda una red de salas de exhibición en versión original. Seis complejos en Madrid y salas de multicines en Barcelona, Palma de Mallorca, Guadalajara, Cuenca y Zaragoza. En esta "heroica" ciudad sucedió algo lamentable. A pesar de la numerosa población universitaria (una parte importante de ella dedicada al estudio de los idiomas) y de suponer un porcentaje muy alto entre el público cinematográfico, los estrenos en versión original fracasaron estrepitosamente. Tanto que, desde hace ya muchos meses, siempre que se puede -y si no, no hay estreno- se ponen las películas dobladas. ¿Indica algo esta aversión compulsiva al subtítulo?. Dejando a un lado los chistes fáciles, quizás no exentos de algo de verdad, sobre la mínima afición del personal a la lectura sea cual sea su soporte, estamos ante el resultado, cada vez más evidente, de una concienzuda planificación. Durante años la industria norteamericana ha practicado una política muy agresiva. Poderosas campañas publicitarias que llegan a anular virtualmente -y realmente- la existencia de otros cines, que apenas pueden respirar, ante las masivas apariciones en todos los medios de comunicación de toda clase de productos promocionales. Anuncios de exquisita calidad, en las mejores franjas horarias, en los periódicos y revistas de mayor tirada, reclamos magníficos para filmes, en muchos casos, deplorables. Hay momentos en los que resulta sencillo pensar que no hay otro cine salvo el "suyo". Y una buena parte del respetable -¿o no lo es tanto?-, dadas las mínimas posibilidades de ver otros cines (italiano, alemán, chino, etc...), termina por pensar que sólo pueden encontrar entretenimiento -ya que rara vez buscan algo más- en las producciones "gringas". La calidad, salvo casos excepcionales, es ínfima, pensada para manipular a un público adolescente o infantil y de una aparente falta de ideología, que enmascara intenciones de control y de anulación del sentido crítico -parecen decirles: pensar es cansado, es más fácil si todo consiste en divertirse-, bastante evidente si uno se para a reflexionar durante cinco minutos. Con un panorama así, a nadie le pude extrañar que, en su momento, Leo, apreciable película del zaragozano José Luis Borau, se estrenara mal y tarde, y sólo por la implicación directa de su realizador que, poco más o menos, tuvo que traérsela debajo del brazo. El público zaragozano no supo apreciar el gesto y, aún con la bronca y cierta polémica generadas, le dio la espalda (en cartel se mantuvo durante dos escasas semanas), prefiriendo consumir las "Scary Movie" o "American Pie" de turno. Ahora mismo, Buñuel y la mesa del Rey Salomón, la última película del insigne Carlos Saura, algo más discutible por sus calidades, puede no llegar a encontrar sala para su estreno comercial, ahondando en esa profunda herida del olvido y el desprecio para los creadores nacidos en nuestra tierra. La película En construcción de José Luis Guerín, defendida por casi toda la crítica como uno de los filmes más brillantes del recientísimo cine español, tiene también serias posibilidades de no encontrar hueco -o de hacerlo muy tarde- en una cartelera que alberga éxitos del momento como El mosquetero o American Pie 2, patochadas, que al ser avaladas por su éxito en el país más integrista del universo entero -¡No me miren raro!, ¡Sí, es "yankilandia"- deben necesariamente triunfar en nuestro país. Nuestra ridícula y trasnochada monarquía está inevitablemente asociada a un "Imperio", entre cuya población más de uno nos tomaría por otra de esas repúblicas bananeras, situada más o menos entre Costa Rica y Paraguay. Películas de viejos y siempre innovadores como El agua templada bajo un puente rojo de Shohei Imamura, Eloge de L'Amour de Jean-Luc Godard, Il mestiere delle armi de Ermanno Olmi, Mullholand Drive de David Lynch, Va Savoir! de Jacques Rivette, o Vou para casa del nonagenario Manoel de Oliveira, parecen inexistentes; películas de jóvenes con ganas de seguir inventándose el cine como A ma soeur! de Catherine Breillat, The Anniversary Party de Jennifer Jasón Leigh y Alan Cumming, La ciénaga de Lucrecia Martel, Lovely Rita de Jessica Hausner, Story telling de Todd Solondz, pasarán desapercibidas y, en definitiva, de ellas solo leeremos valoraciones, escucharemos comentarios, pero difícilmente podremos disfrutarlas proyectadas sobre la pantalla. Como si de una "caza de brujas" se tratara, ahora con carácter universal y connotaciones no sólo políticas -ya no molestan los "rojos" sino cualquiera capaz de hacernos pensar en lo poco conveniente que resulta la globalización a lo bestia- se nos ha negado la posibilidad de ver también lo más reciente y joven de la producción española. Nunca sabremos si merecían la pena La reina Isabel en persona de Rafael Gordon, El factor Pilgrim de Santi Amodeo y Alberto Rodríguez, Invocación de Héctor Faver, Yo soy así de la holandesa Sonia Herman Dolz, Cuba de Pedro Carvajal, Jaizkibel de Ibon Gormezana, La espalda de Dios de Pablo Llorca, Nómadas de Gonzalo López-Gallego, Sin retorno de Jesús Nebot y Julia Montejo, Arderás conmigo de Miguel Ángel Sánchez... Para concluir, y sin haber dicho nada sobre el importante papel de idiotización que desempeña en todos estos procesos la televisión, me gustaría volver a insistir en la mínima concienciación que parece detectarse ante hechos tan claramente denunciables. No existen esfuerzos decididos para desarrollar el sentido crítico y analítico de nuestros estudiantes. Desde las Enseñanzas Medias y la Universidad deberían prepararse profesionales capaces de ir más allá de esos menús de cine basura, empaquetados para, sin ninguna sutileza, convertirnos en felices y descerebrados consumidores de mierda, ansiosos por emular a héroes escanciadores de "ketchups" y ritmos "Matrix"... Será mejor que vayamos pensando en hacer algo porque si no asistiremos pronto al final del Cine -con mayúsculas, por supuesto-, quedándonos tan solo con la espectacular máquina industrial de entretenimiento, y olvidando que las salas de cine, en tiempos ya muy remotos y olvidados, fueron capaces de albergar las risas llenas de tristeza y reflexión de Charles Chaplin, o la provocación inteligente y socarrona de un calandino como Luis Buñuel que, con centenario o sin él, no debería quedarse recluido en filmotecas institucionales ni videotecas personales.
(*) Crítico Cinematográfico y Profesor de Historia del Cine de la Universidad de Zaragoza |
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