En el valle del sueño
La leyenda de Sleepy Hollow

WASHINGTON IRVING y TIM BURTON

 

 

"Valle del Sueño". Precioso nombre. En inglés nos sueña y suena más: "Sleepy Hollow". Pero significa eso. Un valle para el sueño. Un paraje de quietud silenciosa, de tierra dominada por fuerzas adormecedoras y ensoñadoras. De un aire proclive al sueño. Washington Irving dice conocerlo y lo describe tan bien que me lo imagino sin esfuerzo alguno. Es más, con un deleite que me preocupa: llego a oír el arrullo del riachuelo, el canto de la codorniz o el tamborileo del picamaderos. Es más, los veo a todos, árboles, animales y humanos poblando el valle. Como los vio Tim Burton; tan bien que su Sleepy Hollow y el de Irving se me confunden. Si allá por 1820 el escritor incluía esta leyenda del folclore norteamericano en su The Sketch Book of Geoffrey Crayon, Gent., el cineasta hizo lo propio con sus filmes al enlazarlos sin solución de continuidad: ¿cómo separar el jardín creado por Eduardo Manostijeras de la casa de Bitelchús o los personajes de "Pesadilla" de nuestro jinete sin cabeza. Todos son niños ostra, o niños mirones o niños mancha. Niños todos. Por ellos.

Por ellos deberíamos replantearnos el tema educativo. Educar es una palabra fea. Bonito es ayudar, sugerir, apoyar y sobre todo inventar. Y dejar que inventen. Yo lo voy a hacer. Voy a dar a leer La leyenda de Sleepy Hollow de Washington Irving a todos los niños (recuerda, somos todos) que conozco. Lo daré a leer y dejaré que opinen, que sientan, que inventen. Y, sin saberlo, habrán aprendido (esta palabra sí es bonita). Habrán y habremos prendido la llamita del encanto. Será nuestro libro de cabecera.

Leeré todas las noches un parrafito. Aquél en que se me cuenta la historia del desdichado André. U otra en que me imagino el verde cementerio donde los rayos del sol parecen dormirse mientras azules montañas lo rodean. Cerraré los ojos y el vello se me pondrá de punta al rozarme una corriente de aire que agita las ramas y hace crujir los corazones. Cuento con la presencia de el excelente maestro de esgrima que en la batalla de Whiteplains desvió una bala de mosquete con un espadín. Pero me consuelo más pensando en el mismísimo san Vito, venerable patrón de los bailarines.

En esas estoy cuando me doy cuenta de que han pasado casi dos siglos desde aquello. Washington Irving me lo cuenta como algo reciente y a mí me lo parece: la envidia y los miedos que florecen en aquel valle del sueño siguen siendo los mismos que ahora brotan por cada uno de los poros de algunos (no todos) los humanos del siglo XXI. La avaricia no ha desaparecido de los altares del poder mundial. Lo veo ahora mismo. A mi alrededor.

A mi alrededor. Veo las malas artes por doquier. Pero no veo en cambio un lenguaje tan culto como el de aquel escritor del XIX. No encuentro hoy tanta sabiduría metida en el tarro de la sencillez (rico símil), tanta lección de historia sin yo darme cuenta (la historia de Norteamérica, su falsa antigüedad, sus engañosos orígenes, europeos siempre y alemanes en Sleepy Hollow). Es Washinton Irving. Es aquel que vino a España para escribir unos románticos Cuentos de la Alambra el que se erige en rey de la creación, de la invención creada. Y como soberano que es, trata a su obra con la ironía que se merece. Y me dice:

-Mire, si quiere que le diga la verdad ni yo mismo me creo ni la mitad de lo que les he contado


Susana

 

PÁGINA PRINCIPAL | DA TU OPINIÓN | QUIÉNES SOMOS | ENLACES

Optimizado para ser visto con Explorer 5.0 o superior

© www.tausiet.com