Un libro intenso y una floja película. Una
pena en observación, de C.S. Lewis y Tierras de
penumbra, de R. Attenborough
Una clásica historia de amor, llena de
ternura que demuestra cómo puede nacer la pasión entre dos personas con muy diferentes
conceptos sobre la vida. Así fue cómo Richard Attenborough promocionó la
película que había realizado en 1994. Una película basada en un breve texto, Una pena en observación, 1961, a su vez basado en
la propia realidad vivida por su autor, C.S. Lewis. No
hay duda de que el amor lo puede todo y pasa por encima de todo y todos, pero resultó
chocante cuando menos que surgiera entre una comunista divorciada y un cincuentón
apologeta del cristianismo. Ambos fueron Helen Joy Davidson Gresham y Clive Staples Lewis,
y esta relación se prolongó casi por diez años, aunque lo que le pusiera fin no fuera
otra cosa que la muerte. Caramelo,
almíbar, terrones de azúcar, miel, gelatina... todo esto puede condimentar esta historia
hasta el extremo de endulzarla por completo y pasar inadvertida o, incluso, concluirla con
una sensación de hartazgo supremo. Eso es lo que pasa con la película que hizo R.
Attenborough. Por mucho que lleve antepuesta la categoría de sir, este señor
no acierta mucho últimamente en sus trabajos, ni como actor -de Santa Claus bonachón a
doctor jurásico- ni como director, aunque Tierras
de penumbra no parta de un guión propio. Sí que se trata de un peli para el
lucimiento de los dos actores: tanto él, Anthony Hopkins, que declaró que tras leer el
guión hubiera matado a cualquier actor que le hubiera arrebatado el papel, como ella
Debra Winger, intelectual donde las haya que investigó hasta el límite el personaje y su
época. Tan
sólo merecen destacarse unas palabras pronunciadas por el autor principal: Si el
guión es bueno, es más fácil que salga una peli buena. Pero R. Attenborough se lo
cargó. Añadió todos esos condimentos melíferos al guión y se olvidó de la dureza del
libro, de la fuerza que emanan sus capítulos, una fuerza acompañada de una cadencia
rítmica expresada en números cardinales escritos con letras que no números: uno, la
soledad en que queda el protagonista; dos, el vacío en que queda el protagonista; tres,
la impotencia y el recurrir a Dios; y cuatro, el amor. En este orden: Mis apuntes
han tratado de mí, de H. y de Dios. Por ese orden. Exactamente el orden y las
proporciones que no debieran haberse dado. De él mismo, de su actual estado en el
que sólo siente: Sentimientos, sentimientos, sentimientos. Vamos a ver si en vez de
tanto sentir puedo pensar un poco, dice el profesor, escritor, crítico y
conferenciante tan racional hasta este momento de su vida. De H., mi esposa, mi
hija, mi madre, mi alumna (...), mi camarada de fiar, mi amigo, mi compañero de viaje, mi
colega de mili, mi amante, una espada o un jardín, como la ve entre metáforas, o
sólo un recuerdo vivo de una voz, pues su físico se le ha desdibujado: Los rostros
de los seres a quien mejor hemos conocido, los hemos visto desde tantos ángulos, bajo
tantas luces y dotados de tantas expresiones (...) que todas estas impresiones se nos
enmarañan simultáneamente, dentro de la memoria y quedan confundidas en un simple
borrón. Iconoclasta Lewis como la realidad toda: Quiero a H. y no a nada que
se asemeje a ella, acaba hablando de Dios, de sus dudas, consuelos, preguntas:
¿Es que Dios es un payaso que te arrebata sin más tu cuenco de sopa para
reemplazártelo acto seguido por otro cuenco lleno de la misma sopa?; ¿qué
razón tenemos para creer que Dios, con arreglo a cualquier patrón que podamos concebir,
es bueno?, ¿qué quiere decir la gente cuando afirma: Yo a Dios no le
tengo miedo porque sé que es bueno. ¿Han ido al dentista alguna vez?. El caso es
que esto es insoportable. C.S. Lewis no soporta la ausencia de H. No soporta que su
recuerdo de ella se le deforme con el tiempo, que se convierta para él en una mujer cada
vez más imaginaria, que pequeños copos de mí, de mis impresiones, de mis propias
selecciones, se van posando sobre la imagen de ella. Al final la silueta real quedará
bastante camuflada (...)¡Qué tentación tan lamentable la de decir: Ella vivirá
para siempre en mi memoria! ¿Vivir? Eso es precisamente lo que nunca volverá a
hacer. C.S. Lewis está cansado de que todo se convierta en vago e irreal, en una
mortal insulsez, todo causado por la muerte, ese tajo seco al amor (...), la
interrupción en el curso de una danza, como una flor con la cabeza desventuradamente
tronchada, si bien acaba comprendiendo que el muerto también sufre el dolor
de la separación (...) y eso quiere decir que para ambos amantes (...) el duelo forma
parte integral y universal de la experiencia del amor. (...) No se trunca el proceso; es
una de sus fases. No se interrumpe la danza; es la postura siguiente. El amor. Palabras
sabias, metáforas profundas, lectura inteligente la de C.S. Lewis, el autor británico
del siglo XX preferido de Javier Marías, al que largas alabanzas literarias habría que
dedicar pero también algún que otro vapuleo a su orgullo por dejarse llevar por él en
otro caso de adaptación cinematográfica. Literatura y cine, dos artes diferentes. Arte
es la literatura de C.S. Lewis en este Una pena en
observación. Arte no es -en parte- R. Attenborough en su Tierras de penumbra. Susana |
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