EL
PIANISTA DE ROMAN POLANSKI
Hace
ya unas semanas que tuve la ocasión de visualizar en pantalla
grande esta enorme y gran película del mejor Polanski de los
últimos tiempos. La deformación de mi formación
académica añadió un valor extra a los necesarios
y pertinentes guiños al fondo histórico de una historia
que, a fuer de real, impresiona por su verismo como un fresco del Duecento
italiano. En estos tiempos, además, en que la apología
de la guerra, de la masacre, de la destrucción, aparecen como
supuesta solución de algo, no está de más enfrentarnos,
sin anteojos, a lo que es una guerra protagonizada por civilizados y
occidentales ejércitos, y cómo es perfectamente visible
que quien siempre pierde es la población civil.
Ni
siquiera el tener que verla en versión doblada al castellano
le quita un ápice de contundencia a esta historia de un intérprete
de piano polaco cuyas peripecias por sobrevivir se desarrollan, ni más
ni menos, que en el contexto de la Polonia de la Segunda Guerra Mundial.
Desde los bombardeos alemanes de Varsovia en los comienzos del mes de
setiembre de 1939, hasta la tierra calcinada que los derrotados ejércitos
alemanes dejaron tras de sí en el tremendo invierno de 1944-45,
acompañamos al protagonista en sus exitosos intentos por sobrevivir
al horror de una guerra en los que Polanski no introduce, afortunadamente,
ninguna moralina ahistórica y artifiosa tan del gusto de los
grandes estudios yankees. Al contrario, el director ha sido honesto
y respetuoso con la historia y con las memorias del verídico
protagonista.
El
ritmo de la película se adecua como el engranaje de un reloj
a lo que Polanski nos quiere contar. Los fundidos en negro, y los tiempos
(abundantes) en que no hay ni una palabra, ni una frase, ni siquiera
un monólogo o una recurrente voz en off, no rompen en absoluto
el hilo de la narración. Es más, y esa es una de las grandezas
de este filme, en esos momentos Polanski nos está regalando CINE
en estado puro, imágenes en movimiento que nos transmiten sentimientos,
que nos conmueven, que nos hacen removernos de nuestras butacas, y así
sufrimos, lloramos, pasamos hambre, frío, dolor, como lo hace
el protagonista. Sin necesidad de que algún estúpido secundario,
como suele pasar en los filmes de Spielberg, proceda a decirnos lo que
ya estamos viendo, lo que ya estamos sintiendo. Silencio para oírnos
a nosotros mismos, eso es lo que nos ofrece Polanski.
Hay
en esta película dureza en las imágenes que, en ocasiones,
llega a ser insoportable. Y un punto de polémica, por supuesto:
los nazis en esta película ni están locos, ni aparecen
como seres enajenados o depravados. Ejercen, al contrario, una violencia
racional, planificada, determinada por el cumplimiento de unos objetivos
marcados. Que esos objetivos fueran monstruosos, abominables, inhumanos,
no deben hacernos, como en el símil de los árboles que
no dejan ver el bosque, desviarnos del análisis del nazismo alemán
de la etapa 1933-1945 como lo que históricamente fue, no como
lo han reinventado luego quienes sólo quieren que lo recordemos
por las svásticas, por Hitler, y por los campos de exterminio
(que también).
Pasarán los años, pero este filme perdurará.
Max Rob
(José
María Ballestín Miguel) |