Desde tiempos inmemoriales los ritos iniciático-religiosos se acompañaron con ritmos repetitivos y obsesivos. Las cuevas-habitáculos de nuestros antecesores se teñían de sombras, fuegos y músicas primigenias que combinados intentaban sellar pactos con las todopoderosas fuerzas de la naturaleza. Lo que durante siglos fue un elemento más para garantizar la supervivencia, acabó convirtiéndose en entretenimiento de poderosos y monarquías varias, sin dejar de ser un elemento fundamental de la cultura popular. Música y teatro están cada vez más compenetrados. Nace la ópera durante el Renacimiento europeo, y cuando a finales del siglo XIX se inventa el cine, lo hace acompañado, siempre, de la voz del explicador y los sonidos del piano o el violín. Pronto se componen partituras orquestales para las magnas obras cinematográficas. El cine silente, nunca lo fue realmente. La proyección más humilde siempre tuvo acompañamiento musical. De hecho el desarrollo del cine sonoro supuso, curiosamente, la jubilación forzosa de esos avezados músicos que conseguían con sus notas hacer hablar a las imágenes y actores de la pantalla plateada. Y, ahora, nadie concebiría una proyección cinematográfica sin su conveniente Dolby-Stereo -perdón por la marca-. El disfrute de un filme en la cueva cibernética actual se hace también mediante los últimos avances tecnológicos -si el sueldo lo permite-. Esto supone, casi siempre, un sofisticado sonido, mejor, en muchos casos, que el de las salas de exhibición. Los aficionados al cine tienen entre sus fetiches las bandas sonoras, coleccionadas y escuchadas con reverencia casi religiosa. Aunque ya cada vez es más fácil poseer reproducciones audiovisuales en formatos de una nitidez mágica (como el DVD, y otros que vendrán) a ciertos apasionados -entre los que me incluyo- les gusta conjurar y soñar imágenes con el acompañamiento de estos ritmos y sonidos iniciáticos. Los momentos evocados suelen engrandecerse, las acciones adquieren un valor ritual-mágico que queda fijado en la memoria de forma indeleble. En ese sentido -y de ahí esta larga introducción- quería invocar con todos vosotros nombres e imágenes míticos gracias a sus músicas cinematográficas. Cualquier cinéfilo podrá recordar momentos de especial intensidad emotiva que firmaron maestros como Maurice Jarre -para los filmes de David Lean El puente sobre el río Kwai (1957) y Lawrence de Arabia (1962)- o Bernard Herrmann y su relación con Alfred Hitchcock -en especial De entre los muertos (Vertigo, 1958) y Psicosis (1961)-. Resulta difícil no dejar llevarse o sugestionarse por las decisiones y elecciones que hace Stanley Kubrick para sus películas 2001, una odisea espacial (1968), La naranja mecánica (1971) y Barry Lyndon (1975). El estreno de estos filmes supuso que Giorgy Ligeti, Richard Strauss, Johann Strauss, Bach, Rossini, Haendel, Beethoven y hasta la banda de folk irlandesa The Chieftains, pasaran a ser populares y a las listas de la música más vendida. Precisamente una de las más negras leyendas del genial Kubrick -en este caso parece que totalmente justificada- nace de su decisión de no utilizar partituras originales para sus filmes y de su relación con el compositor Alex North, que sufrió en sus carnes uno de los más famosos desplantes de la historia del cine, al descubrir en el mismo día del estreno de la Odisea Espacial que no se había utilizado ni un solo fragmento de su bella partitura -hoy disponible en una lujosa edición-. Por otra parte, North es el responsable de incuestionables obras maestras como ¡Viva Zapata! (E. Kazan, 1952), Espartaco (S. Kubrick, 1960), Cleopatra (J. L. Mankiewicz, 1963) o El gran combate (J. Ford, 1964). Pero, en realidad, no quiero hablarles de enfrentamientos, y sí insistir en las buenas y estrechas relaciones de colaboración de tres parejas brillantes. Creadores en el más amplio sentido de la palabra, cuyas obras alcanzan su cenit al combinarse y complementarse. NINO
ROTA / FEDERICO FELLINI ZBIGNIEW
PRIESNER / KRZSTOF KIESLOWSKY MICHAEL
NYMAN / PETER GREENAWAY Nyman ha compuesto abundante música de concierto, óperas y ha colaborado con otros directores -son estupendas sus músicas para El piano (1992) de Jane Campion o Gattaca (1997) Andrew M. Niccol- pero alcanza su más alto nivel colaborando con Greenaway y contribuyendo con sus ritmos repetitivos a tejer la intrincada tela de araña de uno de los más arriesgados creadores de las últimas décadas. Resulta difícil destacar sus mejores colaboraciones, pero propongo tres ejemplos en los que el esfuerzo por lograr que el público piense (un axioma incuestionable en la creatividad de Greenaway), ha fracasado rotundamente -al menos con el responsable de este escrito- ya que ha exaltado mis sentidos hasta lograr un placer estético que no puede ser solamente producto de la lógica y el raciocinio: El contrato del dibujante (1982), el mediometraje Making a Splash (1984) y Conspiración de mujeres (Drowning by numbers, 1988). Federico Fellini decía: "Con la música se puede ir a la guerra, se pueden librar batallas, se puede convencer a colectividades enteras, se puede exaltar a las personas o hacerlas llorar. El aspecto musical, la intervención del ritmo a niveles psicológicos muy profundos, es un hecho extremadamente misterioso." (declaraciones recogidas por J. M. Latorre en su libro "Nino Rota. La imagen de la música", editado en Barcelona por Montesinos en 1989, ver la página 107). Y yo quiero decirles, ya para terminar, que Nino Rota, Zbigniew Priesner y Michael Nyman han resuelto el misterio. Sus partituras para las películas de Fellini, Kieslowsky y Greenaway han logrado trascender e ir más allá de la simple ilustración de imágenes. Destilan un poder que sólo puede proceder de chamanes experimentados, capacitados para ponernos en contacto con esas poderosas fuerzas de la naturaleza que conmocionan nuestros sentidos. FIN Roberto Sánchez
López
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