La
crueldad de lo sencillo. La presa. Kenzaburo Oé y
Nagisha Oshima
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Shiiku:
título de la edición original. Yoonah Kim y
Joaquín Jordá: encargados de la traducción.
Akutagawa: premio concedido. Nagisha Oshima: director que
la llevó al cine. Kenzaburo Oé: autor que nos
ocupa, reconocido con el Nobel. Nombres, los justos. Adjetivos,
los claves. Verbos, no muchos. Adverbios, los mínimos. Esencia,
el todo.
Así
es la obra de Oé, escritor japonés cumbre de la literatura
nipona y ejemplo validísimo del llamado "minimalismo
oriental", que nada tiene que ver con la imitación que
de él se pretende hacer hoy en Occidente, sobre todo en Norteamérica.
La esencia poético-lírica está en lo sencillo
pero no todo lo sencillo es poético ni lírico; es
más, puede ser lo más soso o rancio. Entendamos que
lo que hace grande a la sencillez del Oriente, en concreto a la
de Oé, es su limpieza, su brutal limpieza, salvaje y cruel
en muchos momentos por su sinceridad, pero también ingenua
y evocadora por esa misma razón. Razón misma por la
que esa sencillez oriental se hace universal. Razón por la
que ese arte basado en la repetición, la evidencia de proporciones,
la monocromía y las secuenciaciones tuvo en Occidente su
momento en los años setenta, pero que luego ha pasado a desplomarse
por los terrenos de lo banal, lo publicitario y lo comercial, entendidos
estos tres calificativos en el peor sentido posible. Por esto mismo
el minimalismo actual pasará pero el minimalismo oriental
o el occidental de los setenta quedará.
Local. Parcial.
Concreta. Todo eso vale para la verdad que cuenta Kenzaburo Oé
en sus libros y también Nagisha Oshima en sus películas.
Ciertamente no abstraen ni generalizan. Será la propia grandeza
de la sinceridad que cuentan la que consiga que los personajes de
ojos rasgados, las casas de paredes correderas y tatamis acogedores
o los problemas concretos del subconsciente -Segunda Guerra Mundial,
bomba atómica, dioses y empreradores- nos resulten tan familiares.
Todos somos en algún momento el/la protagonista o tenemos
un problema semejante. ¿No sucede eso con el caso que presenta
La presa?
En una aldea pequeña, cerrada, aislada, cae de un avión
un negro. Un negro. Un "ser diferente".
-Es un negro
auténtico, ¿sabes?
-¿Qué le harán? ¿Le fusilarán
en la plaza?
-¿Fusilarle? (...) ¿Fusilar a un auténtico
negro de carne y hueso?
- ¡Se trata de un enemigo! (...)
-¿Un enemigo? ¿Llamarle enemigo a algo así?
Tales reacciones
ante lo extraño nos resultan familiares en España,
en Francia, en Argentina o en la Conchinchina. El miedo primitivo
y primero da paso a la ansiedad y preocupación, pero la costumbre
acaba por hacer efecto y domestica.
A fuerza
de contemplar el temblor del grueso cuello del soldado negro encima
de la marmita, la tensión repentina y el relajamiento de
sus músculos, acabé por verle, dada su mansedumbre,
como a un especie de animal tierno y dócil.
Sólo sensacionales actores podían animalizar al prisionero,
hacer creíble la acción de darle de comer como a un
monito de un zoológico. Sólo un genial director podía
mostrarlo como a un caballo negro de brillante pelaje cuando deciden
desnudarlo en el estanque de la aldea
Aquel soldado
negro era para nosotros una especie de magnífico animal doméstico,
una bestia genial. Pero, ¿cómo podría dar una
idea de la adoración que sentíamos por él,
de los rayos del sol sobre nuestra piel brillante de agua en aquella
tarde de un verano resplandeciente y ya lejano, de las sombras densas
sobre las losas de piedra, del olor de nuestros cuerpos y del cuerpo
del soldado negro, de las voces roncas de alegría? ¿Cómo
explicar la plenitud, y el ritmo, de todo aquello?
Oé
llega muy bien a convertir en ídolo al extraño; incluso
le considera hacedor de milagros, como detener un diluvio tras entonar
de rodillas un canción. En
Japón, ese Japón atómico carente de ídolos
-ni emperadores ni imperios- llega el extraño a ser coronado,
como a otros muchos se le ha hecho en Occidente. Falsos dioses que
son rápidamente ascendidos para ser más duramente
apeados cuando no interesan.
Bruscamente
se incorporó, dominándome con toda su estatura como
un árbol, me cogió del brazo, me apretó contra
su pecho y, arrastrándome con él, se dirigió
a la escalera de la bodega (...) Entonces, ante aquellos ojos inexpresivos,
que las legañas y la sangre parecían obturar de barro,
adquirí repentinamente conciencia de que se había
convertido en algo venenoso y temible, en un animal salvaje incapaz
de cualquier entendimiento.
Fue entonces
cuando, retorciéndome de dolor y gimiendo en sus brazos,
descubrí toda la espantosa verdad: yo era su prisionero,
era un rehén.
De repente,
el extraño pasa a encarnar todo lo malo y nosotros, los autores
de su encumbramiento, también ahora lo somos del acto terrorista
de darle caza y muerte. Pasamos a vernos como víctimas, como
animalitos indefensos. Será ahora cuando esos dos mundos
estancos que Oé había presentado se tambaleen. Ahora
la frontera entre niños, los que tratan al negro, y adultos,
mundo aparte y cerrado en móvil e indiferente, se diluye.
Niños y adultos forman ya un uno inseparable. En el momento
en que se ven como masa o colectivo, sin sentir ni ver más
allá de ellos mismos, creyéndose responsables del
salvamento mundial, la niñez deja de existir. La conciencia
todo lo invade.
¿Quién
hubiera imaginado jamás que aquella guerra tuviera que llegar
hasta nuestra aldea?
Somos nosotros,
los adultos, las víctimas, las que nos vemos ahora animalizadas,
como una comadreja pillada en una trampa, retorciéndome
como un gusano, al igual que un gato sorprendido en pleno acoplamiento
dejé estallar, pese a mi vergüenza, todo mi rencor y
como un cordero nacido antes de tiempo, estaba empaquetado en una
bolsa pringosa de la que mis dedos no conseguían desprenderse.
Es el final. La mirada se vuelve adulta de manera cruel y volvemos
al principio, cuando vi a mi padre (...) con la mirada
aguzada por la codicia, al igual que una fiera al acecho de noche
en el bosque y a punto de saltar sobre una presa.
Las metáforas salvajes, las hipérboles frenéticas,
los símiles feroces, el vocabulario violento... todo no es
sino fruto de la sinceridad que los provoca y evoca. Manando fuerza
a raudales, las tripas se nos revuelven y vemos a través
de las páginas y sus letras o de las películas y sus
imágenes la realidad cierta de nosotros mismos.
Bajo la
luz del sol, que caía a raudales, teníamos la garganta
seca, la saliva pastosa y el vientre vacío hasta el punto
de sentir el epigastrio contraído.
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Susana
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