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LA INCINERADORA

revista de opinión cinematografica
número 7

 

 

PUNTOS SUSPENSIVOS

SUSANA, EL CINE Y LA LITERATURA

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La crueldad de lo sencillo. La presa. Kenzaburo Oé y Nagisha Oshima

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Shiiku: título de la edición original. Yoonah Kim y Joaquín Jordá: encargados de la traducción. Akutagawa: premio concedido. Nagisha Oshima: director que la llevó al cine. Kenzaburo Oé: autor que nos ocupa, reconocido con el Nobel. Nombres, los justos. Adjetivos, los claves. Verbos, no muchos. Adverbios, los mínimos. Esencia, el todo.

NAGISHA OSHIMA

Así es la obra de Oé, escritor japonés cumbre de la literatura nipona y ejemplo validísimo del llamado "minimalismo oriental", que nada tiene que ver con la imitación que de él se pretende hacer hoy en Occidente, sobre todo en Norteamérica. La esencia poético-lírica está en lo sencillo pero no todo lo sencillo es poético ni lírico; es más, puede ser lo más soso o rancio. Entendamos que lo que hace grande a la sencillez del Oriente, en concreto a la de Oé, es su limpieza, su brutal limpieza, salvaje y cruel en muchos momentos por su sinceridad, pero también ingenua y evocadora por esa misma razón. Razón misma por la que esa sencillez oriental se hace universal. Razón por la que ese arte basado en la repetición, la evidencia de proporciones, la monocromía y las secuenciaciones tuvo en Occidente su momento en los años setenta, pero que luego ha pasado a desplomarse por los terrenos de lo banal, lo publicitario y lo comercial, entendidos estos tres calificativos en el peor sentido posible. Por esto mismo el minimalismo actual pasará pero el minimalismo oriental o el occidental de los setenta quedará.

Local. Parcial. Concreta. Todo eso vale para la verdad que cuenta Kenzaburo Oé en sus libros y también Nagisha Oshima en sus películas. Ciertamente no abstraen ni generalizan. Será la propia grandeza de la sinceridad que cuentan la que consiga que los personajes de ojos rasgados, las casas de paredes correderas y tatamis acogedores o los problemas concretos del subconsciente -Segunda Guerra Mundial, bomba atómica, dioses y empreradores- nos resulten tan familiares. Todos somos en algún momento el/la protagonista o tenemos un problema semejante. ¿No sucede eso con el caso que presenta La presa?
En una aldea pequeña, cerrada, aislada, cae de un avión un negro. Un negro. Un "ser diferente".

-Es un negro auténtico, ¿sabes?
-¿Qué le harán? ¿Le fusilarán en la plaza?
-¿Fusilarle? (...) ¿Fusilar a un auténtico negro de carne y hueso?
- ¡Se trata de un enemigo! (...)
-¿Un enemigo? ¿Llamarle enemigo a algo así?

Tales reacciones ante lo extraño nos resultan familiares en España, en Francia, en Argentina o en la Conchinchina. El miedo primitivo y primero da paso a la ansiedad y preocupación, pero la costumbre acaba por hacer efecto y domestica.

A fuerza de contemplar el temblor del grueso cuello del soldado negro encima de la marmita, la tensión repentina y el relajamiento de sus músculos, acabé por verle, dada su mansedumbre, como a un especie de animal tierno y dócil.

Sólo sensacionales actores podían animalizar al prisionero, hacer creíble la acción de darle de comer como a un monito de un zoológico. Sólo un genial director podía mostrarlo como a un caballo negro de brillante pelaje cuando deciden desnudarlo en el estanque de la aldea

Aquel soldado negro era para nosotros una especie de magnífico animal doméstico, una bestia genial. Pero, ¿cómo podría dar una idea de la adoración que sentíamos por él, de los rayos del sol sobre nuestra piel brillante de agua en aquella tarde de un verano resplandeciente y ya lejano, de las sombras densas sobre las losas de piedra, del olor de nuestros cuerpos y del cuerpo del soldado negro, de las voces roncas de alegría? ¿Cómo explicar la plenitud, y el ritmo, de todo aquello?

Oé llega muy bien a convertir en ídolo al extraño; incluso le considera hacedor de milagros, como detener un diluvio tras entonar de rodillas un canción. KENZABURO OÉEn Japón, ese Japón atómico carente de ídolos -ni emperadores ni imperios- llega el extraño a ser coronado, como a otros muchos se le ha hecho en Occidente. Falsos dioses que son rápidamente ascendidos para ser más duramente apeados cuando no interesan.

Bruscamente se incorporó, dominándome con toda su estatura como un árbol, me cogió del brazo, me apretó contra su pecho y, arrastrándome con él, se dirigió a la escalera de la bodega (...) Entonces, ante aquellos ojos inexpresivos, que las legañas y la sangre parecían obturar de barro, adquirí repentinamente conciencia de que se había convertido en algo venenoso y temible, en un animal salvaje incapaz de cualquier entendimiento.

Fue entonces cuando, retorciéndome de dolor y gimiendo en sus brazos, descubrí toda la espantosa verdad: yo era su prisionero, era un rehén.

De repente, el extraño pasa a encarnar todo lo malo y nosotros, los autores de su encumbramiento, también ahora lo somos del acto terrorista de darle caza y muerte. Pasamos a vernos como víctimas, como animalitos indefensos. Será ahora cuando esos dos mundos estancos que Oé había presentado se tambaleen. Ahora la frontera entre niños, los que tratan al negro, y adultos, mundo aparte y cerrado en móvil e indiferente, se diluye. Niños y adultos forman ya un uno inseparable. En el momento en que se ven como masa o colectivo, sin sentir ni ver más allá de ellos mismos, creyéndose responsables del salvamento mundial, la niñez deja de existir. La conciencia todo lo invade.

¿Quién hubiera imaginado jamás que aquella guerra tuviera que llegar hasta nuestra aldea?

Somos nosotros, los adultos, las víctimas, las que nos vemos ahora animalizadas, como una comadreja pillada en una trampa, retorciéndome como un gusano, al igual que un gato sorprendido en pleno acoplamiento dejé estallar, pese a mi vergüenza, todo mi rencor y como un cordero nacido antes de tiempo, estaba empaquetado en una bolsa pringosa de la que mis dedos no conseguían desprenderse.

Es el final. La mirada se vuelve adulta de manera cruel y volvemos al principio, cuando vi a mi padre (...) con la mirada aguzada por la codicia, al igual que una fiera al acecho de noche en el bosque y a punto de saltar sobre una presa.

Las metáforas salvajes, las hipérboles frenéticas, los símiles feroces, el vocabulario violento... todo no es sino fruto de la sinceridad que los provoca y evoca. Manando fuerza a raudales, las tripas se nos revuelven y vemos a través de las páginas y sus letras o de las películas y sus imágenes la realidad cierta de nosotros mismos.

Bajo la luz del sol, que caía a raudales, teníamos la garganta seca, la saliva pastosa y el vientre vacío hasta el punto de sentir el epigastrio contraído.

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Susana

 

 
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