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LA INCINERADORA

revista de opinión cinematografica
número 9

 

 

TEBEOS DE CINE

Juan Carlos Alquézar, el cine y los tebeos

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El tebeo llevado al cine

Tebeos vistos en algunas películas

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Sí, podríamos estar hablando de esas desgraciadísimas intentonas de trasplantar a la pantalla los mundos del tebeo. Podríamos estar refiriéndonos a espantos del calibre de las adaptaciones recientes de los álbumes de Astérix (especialmente la primera entrega, aunque no únicamente –Astérix y Obélix contra César, Claude Zidi,1999-) o de la horrenda y exitosa versión fílmica de las historietas de Mortadelo y Filemón (este burgomaestre nunca había asistido a una proyección de una comedia en una sala llena en la que se produjeran menos risas –La gran aventura de Mortadelo y Filemón, Javier Fesser, 2003-), que incomprensiblemente reventó taquillas y pulverizó récords de recaudación. Pero el título se refiere, concretamente, al hecho simple y escueto de encontrarnos con los tebeos vistos en algunas películas. Una constatación (innecesaria, pero gratificante) de la presencia de nuestros amados tebeos insertos en el tejido mismo de la materia fílmica, cruzándose con ella, formando parte de la realidad que buscamos en la magia del cine.

Regresa un desconocido

Barcelona fue el escenario de, aproximadamente, una treintena de títulos rodados entre 1951 y 1963 dedicados a narrar ficciones policíacas o, más ampliamente considerada la temática, “criminal”. En muchas ocasiones, el protagonista de tales películas no era otro que el hoy vituperado Arturo Fernández (Gijón, 1930), un actor al que solían doblarle la voz (práctica habitual en el cine de la época debida a la economía de los costes y al oído viciado del público español, que prefería las voces de los dobladores a las de los actores originales, por hallarlos más creíbles) y que, por lo demás, cumplía con solvencia y no poco empaque en el cometido protagónico. Una de estas películas, dirigida por Juan Bosch y estrenada en 1961, ofrecía la imagen que adjuntamos, en la que podemos ver un quiosco de las Ramblas barcelonesas en el que podemos distinguir un cartel anunciador del “Tío Vivo”, la revista que nació en forma de aventura independiente para los maestros Peñarroya, Escobar, Cifré, Conti y Giner en 1957 y que, el año de estreno del film, ya estaba encerrada en el redil de Bruguera reconvirtiéndose, del semanario para adultos que fue en su nacimiento al tebeo infantil que terminó siendo. El cartel anunciante, por la tipología de letra empleada, pertenece a la primera época y, como tal, es decir, como adulta, está muy bien situado, entre “Siluetas” y “Mecánica Popular”. En la hilera de debajo distinguimos un anuncio de “Hazañas del oeste” y, en líneas generales, el aspecto del quiosco es tan sabroso que nos relamemos de gusto y no podemos evitar un escalofrío pensando en las extrañas áreas multimedia en que los quioscos de han convertido hoy, por más que nos sigan atrayendo. Lástima que la foto no sea muy buena.

Los atracadores

Francisco Rovira Beleta fue quizá el cineasta que más y mejor filmó Barcelona, título este de no escaso mérito, toda vez que es la capital catalana una urbe muy cinematográfica y ha sido retratada profusamente . Su película Los atracadores, una de las de su filmografía que mantiene mayor vigencia y que aumenta su prestigio con los años, estaba basada en la novela de Tomás Salvador del mismo título publicada en 1955 y sufrió los rigores de la censura, no ya sólo española (la cual ya estaba prevista), sino también la alemana, pues su pase en la edición de 1962 del festival de Berlín incluía el corte de la ejecución del personaje interpretado por Julián Mateos, a quien le daban garrote vil. Un método españolísimo de liquidar reos, demasiado tosco para la delicada sensibilidad germana. En medio de la violencia insensata que fatalmente recorría el film, momentos de ternura exquisita y belleza deleitable eran aprensibles por el espectador, como el que recoge esta imagen capturada en la que podemos ver otro quiosco de Barcelona y, a su frente, una miope quiosquera, que de manera algo mecánica y ausente, reparte tebeos entre la chiquillería como si lanzara migajas de pan a un grupo de palomas. Al lado de la niña que, imprudentemente, mira a cámara, podemos ver un TBO prendido con unas pinzas. Un niño se ha hecho con un ejemplar de “El Jabato”, otros dos niños, a su lado, disfrutan alli mismo, sin poder esperar a llegar a un lugar más recoleto y a propósito, de sendos tebeos. Ajeno a la magia de este momento, está el galán Pierre Brice, quien alcanzará su mayor fama encarnando en una serie de largometrajes al indio Winnetou, la famosa creación de Karl May.

Historias de la radio

Mucho más famosa que las dos películas precedentes, constituye la cumbre de la carrera de José Luis Sáenz de Heredia. Cineasta denostado por su adhesión al franquismo (en su haber se incluye haber rodado el guión que escribiera el dictador Francisco Franco, bajo el seudónimo de Jaime de Andrade, la película “Raza”, 1942), no es posible negarle el mérito de haber firmado películas de factura muy sólida y muy convincentes, como la propia Historias de la radio (1954), o el melodrama policíaco Los ojos dejan huellas (1952), o la comedia Faustina (1957), todas ellas beneficiarias de las excelencias del elenco de actores, tanto principales, como secundarios.

Cerca ya del final de la película, encontramos esta imagen en la que José Luis Ozores, “Peliche”, al que vemos acompañado por la genial Guadalupe Muñoz Sampedro, sostiene un rosario y, ocupando el lugar de la biblia o el misal, un TBO,precisamente el Almanaque para 1954. Quizá porque para quien está pidiendo el favor divino es un niño. El momento, uno de los más populares y emotivos del cine español, es aquel en el que Alberto Romea está contestando las preguntas de un concurso radiofónico de preguntas y respuestas de “Doble o nada” para obtener recursos para poder operar a un niño gravemente enfermo. La suerte quiere que la pregunta destinada a hacerle morder el polvo, de casi imposible respuesta, encuentre en él al único posible acertante, ya que, insospechadamente, el anciano maestro fue en su juventud el delantero que marcó el gol en un partido intrascendente por el cual le preguntan.

¡Chico, chica, boom!

Otra vez Barcelona, y en esta ocasión, en color y con la imagen de la Sagrada Familia al fondo, para que no haya dificultades en identificarla. La película la dirigió Juan Bosch (casualmente, el mismo director de Regresa un desconocido). El guión incluye a un escritor brugueriano, Armando Matías Guiu, que intuímos aportó los gramos de locura y humor absurdo que en la cinta (por lo demás, pésima) pueden encontrarse. En definitiva, un típico producto de su auténtico artífice, el guionista, productor y director Ignacio F. Iquino, un cineasta tan completo, como avezado, que aportó la posibilidad de que se hiciera cine (lo que no es poco mérito) en España (concretamente, en Catalunya) de manera comercial durante décadas, e incluso cabe hacerle responsable de algunas estimables películas en la década de los años cincuenta y primera mitad de los sesenta, pero que, a partir de ese momento incurrió en la zafiedad más absoluta. Pues bien, es el año 1967 y Bruno Lomas y su amigo Kiko (quizá lo peor que pudo pasarle al género cómico en el cine español), cantante y representante, respectivamente, tratan de conseguir que un directivo de una casa discográfica escuche vía telefónica una muestra del talento musical del rockero. Así, en una cabina barcelonesa, el recordado cantante nacido en Játiva en junio de 1940 y fallecido en accidente de tránsito en agosto de 1990, se marca una versión del clásico rock “Bep-bop a lula”, que había lanzado Gene Vincent en 1956. La interpretación de Bruno Lomas (nacido Emilio Baldoví Menéndez) sólo es escuchada desde el otro lado del hilo telefónico por el perro del financiero, pero “en vivo” cuenta con la audiencia de un mozo de cuerda (que, como todos los mozos, ha entrado ya en la ancianidad) el cual transporta una butaca y que necesitaba hacer una llamada desde la misma cabina. La improvisada “audiencia”, se dispone a disfrutar la espera ignorando la serenata y, en cambio, leyendo un tebeo que lleva en el bolsillo. Se sienta en la butaca que acarreaba y lee un Pulgarcito. Momento sublime para un amante de los tebeos, este en el que un señor con edad suficiente para haber perdido los incisivos (como, por otra parte, le ha pasado, sin ir más lejos, a este burgomaestre que les habla) se dispone a matar el tiempo zambulléndose en las páginas de un tebeo. Tal actividad, no obstante, debe tener algún componente subversivo, porque un guardia urbano interviene y provoca la fuga del enfrascado lector. La represión alcanzaba estos niveles, en 1967. O así parece.

Verano 70

El actor madrileño Juanjo Menéndez (1929 – 2003) es otro adulto al que el cine español captó leyendo muy concentrado un tebeo Bruguera. Como ya vimos en una entrada anterior de Lady Filstrup, hace ahora un año y medio, aproximadamente, este honrado y esforzado padre de familia, además de en las aguas del Mediterráneo, se sumerge en las procelosas páginas de Din Dan, quizá el tebeo más refrescante e ingenuo de los de la editorial barcelonesa. Precisamente, Juanjo Menéndez era el actor que interpretaba al presentador del concurso en el que participaba Alberto Romea en Historias de la radio, con mucho más pelo y sin haber alcanzado todavía el estatus de paradigma del español medio y atribulado de los primeros años setenta. Los responsables de este momento memorable del tebeo en el cine fueron los Pedros más garbanceros del cine español: Pedro Lazaga y Pedro Masó. Y que conste que los garbanzos me encantan, aunque no renuncie a bocados más exquisitos.

En Hollywood también leen tebeos

No somos sólo los celtíberos quienes nos dejamos encandilar por el hechizo de unas páginas llenas de viñetas. El cine, ese arte que sirve para dar testimonio de la vida real en la medida que ésta se cuela por entre las rendijas de las ficciones más o menos hábilmente urdidas, nos muestra usos y costumbres de los personajes en fugaces momentos inscritos en los interludios de la trama. Así, Richard Widmark, una estrella hollywoodiense (de segundo orden, digamos, pero estrella, al fin y al cabo), interpreta una serie de escenas intensísimas en el drama dirigido por Joseph L. Mankiewicz Un rayo de luz (No way out, 1950 –el mismo año, por cierto, en que interpretó a los protagonistas de otras dos excelentes películas: Pánico en las calles, Elia Kazan y La noche y la ciudad, Jules Dassin), un notable film-denuncia de las tensiones raciales en las sociedad norteamericana, bastante audaz para la época. Justamente, tras sostener una conversación de fuerte carga emocional con la adorable Linda Darnell (belleza del momento de los estudios Fox), míster Widmark saca un tebeo y, bien enfurruñado, se pone a leerlo con una intensidad de las que no se enseñan en el actor's studio. Cuando lo acabes, pásanoslo, Dick, que tiene buena pinta.

 

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Juan Carlos Alquézar

Web original de publicación de este artículo:
http://ladyfilstrup.blogspot.com/2007/07/el-tebeo-llevado-al-cine.html

 
www.tausiet.com