Juliette y el rey de Nápoles
Fragmento de Historia de Juliette (1800)
Discurso de Juliette al rey Fernando de Borbón Juliette se entrevista con el rey Fernando y le hace un brillante repaso político y social sobre Nápoles, su gobierno y sus habitantes, con muchas apreciaciones vigentes y aplicables a países actuales.
1. Defensa de la revolución Esta nación, que durante mucho tiempo buscó liberadores, por una torpeza inaudita no encontró jamás sino amos. Gran ejemplo para un pueblo que quiera romper sus cadenas: que aprenda de los napolitanos que no es implorando protectores como lo conseguirá, sino pulverizando el trono y los tiranos que se sientan en él. Las otras naciones se han servido de los napolitanos para asentar un poder; sólo ellos han permanecido en la postración y la debilidad. Uno busca el genio de los napolitanos, y, como el de todos los pueblos acostumbrados a la esclavitud, sólo se encuentra el de su soberano. No lo dudes, Ferdinand, los vicios que he encontrado en tu nación son mucho menos de ella que tuyos. Pero algo más sorprendente todavía es que quizás la única causa de su pobreza es la excelencia del territorio de tu pueblo: con una tierra más ingrata, las necesidades lo habrían obligado a ser trabajador y de este obligado trabajo habría recibido la energía del que le priva la fecundidad de su suelo. También sucede que este hermoso país, con las ventajas de una nación meridional, experimenta todos los inconvenientes de un pueblo del Norte.
2. Reprobación de la desigualdad Desde que estoy en tus Estados he buscado por todas partes tu reino y no he podido hallar más que tu ciudad; esta ciudad es un precipicio donde vienen a hundirse todas las riquezas y empobrecen por tanto al resto de la nación. Estudio esta capital y ¿qué veo? Toda la magnificencia que pueden imponer el fasto y la opulencia junto a lo más desolador que ofrecen la miseria y la holgazanería. Por una parte, nobles casi reyes; por otra, ciudadanos más que esclavos. Y por todas partes, el vicio de la desigualdad, veneno destructor de todo, gobierno tanto más difícil de corregir en tu caso cuanto que nace de la enorme distancia que hay entre los bienes y los propietarios. Ya no se ve en tu país más que a hombres que poseen provincias, junto a otros desgraciados que no tienen ni una fanega de tierra. Aquí, la extremada riqueza está excesivamente próxima a la extremada pobreza; y esta diferencia hace que un hombre sea absolutamente el antípoda de otro. Si al menos los ricos tuviesen algunas virtudes, pero me dan pena: quieren exponer el brillo de su cuna y no tienen ninguna de las ventajas que podría eximirlos del ridículo; son orgullosos sin urbanidad, tiranos sin educación, vestidos magníficamente sin elegancia, libertinos sin ningún refinamiento. Para mí, todos se parecen a tu Vesubio: son bellezas que dan miedo. Todos sus medios de distinción ser educen a mantener conventos y muchachas, a alimentar caballos, criados y perros.
3. Condena al clero Continuando con mis observaciones sobre tu pueblo, su negativa formal a adoptar el tribunal de la Inquisición me da una primera idea bastante buena sobre él; prosiguiendo mis reflexiones, me di cuenta de que no por ello era menos débil, aunque hubiese hecho algo que exige fuerza. Se le acusa a tu clero de haber acumulado muchas riquezas, yo no lo censuro; al contrarrestar su avaricia la de los soberanos de la nación, restablece un poco de equilibrio: estos habían derrochado, aquellos conservan. Cuando se necesiten los tesoros del reino se sabrá al menos de dónde cogerlos*. * No ocurre lo mismo en los pueblos que, siguiendo un impulso falsamente filósofo, creyeron destruir la superstición destruyendo los altares. ¿Qué les queda ahora? El mismo prejuicio y ninguna riqueza... ¡Imbéciles! Desconocían la mano que los hacía actuar, creían abolir el culto y no hacían sino darle fuerzas; viles instrumentos de los granujas que los movían, los desgraciados creían servir a la razón cuando no alimentaban sino a puercos. Las revoluciones religiosas se preparan con buenas obras, instrucción, y se terminan con la extinción total, no de las futilidades de la estupidez religiosa, sino de los criminales que la predican y la fomentan.
4. Consejos sobre medidas políticas: fomento de la economía y la cultura Analizando a fondo tu nación no veo sino tres estados, y los tres inútiles o desgraciados: el pueblo pertenece sin duda a esta última clase, los curas y los cortesanos constituyen las otras dos. Uno de los grandes defectos de tu pequeño imperio, amigo mío, es que no existe más que un poder, ante el que todo cede: aquí, el rey es el Estado; el ministro es el gobierno. Por lo tanto no puede haber otra emulación que la que infunden el soberano y su agente: ¿dónde puede existir un vicio mayor sino en éste? Aunque la naturaleza es pródiga con tu pueblo, goza poco de ella. Pero la causa de esto no es su inacción; este embotamiento tiene su fuente en tu política, que, para mantener al pueblo en su dependencia, le cierra la puerta de las riquezas; de acuerdo con esto, su mal no tiene remedio y la situación política no es menos grave que la del gobierno civil, ya que saca sus fuerzas de la debilidad misma. El temor que tienes, Ferdinand, a que se descubra lo que yo te digo hace que se exilien de tu reino las artes y los hombres de talento. Temes el ojo poderoso del genio, por eso favoreces la ignorancia. Le das a tu pueblo opio para que, embotado con este somnífero, no sienta las plagas con que lo destruyes. Y de ahí que no se encuentre en tu reino ningún lugar que dé grandes hombres a la patria: aquí se desconocen las recompensas debidas al saber y, como no hay ningún honor ni ningún beneficio en ser sabio, nadie desea llegara serlo. He estudiado tus leyes civiles: son buenas, pero mal ejecutadas, de donde resulta que se degradan. ¿Qué sucede?: que la gente prefiere vivir sumida en su corrupción a pedir su reforma, porque teme, y con razón, que tal reforma engendre infinitamente más abusos de los que destruiría; se dejan las cosas como están. Sin embargo, todo va de mal en peor, y como ya no hay emulación para el gobierno, como tampoco para las artes, nadie se inmiscuye en asuntos públicos; para compensarse se entregan al lujo... a la frivolidad.., a los espectáculos. Sucede que aquí el gusto por las pequeñas cosas sustituye al de las grandes, que el tiempo que se debería dedicar a estas se pierde con las futilidades, y que tarde o temprano seréis subyugados por el mejor postor... Para prevenir esa desgracia, tu Estado necesitaría un ejército naval. He visto algunas tropas de tierra, pero ni un navío. Con esa indiferencia, con esa condenable apatía, tu nación pierde el título de potencia marítima al que le da derecho su situación geográfica y, como tus fuerzas de tierra no te compensan de la otra, acabarás por no ser nada. Los pueblos que se extiendan se reirán de ti y si alguna revolución llega a regenerar a algunos de ellos, serás privado, con razón, del honor de ser un peso en la balanza. Todos, hasta el papa, pueden asustarte si quisieran utilizar la fuerza. ¡Y bien!, Ferdinand, ¿vale la pena querer dominar una nación para conducirla de esta manera? ¿Y acaso crees que un soberano, incluso un déspota, puede ser feliz cuando su pueblo no es próspero? ¿Dónde están las máximas económicas de tu Estado? Las he buscado y no las he encontrado en ninguna parte. ¿Incrementas la agricultura?, ¿impulsas la población?, ¿proteges el comercio?, ¿das emulación a las artes? No solamente no veo en tu país lo que los otros hacen, sino que veo que se hace incluso todo lo contrario. ¿Qué sucede con tales inconvenientes? Que la triste monarquía languidece en la indigencia; que tú mismo te conviertes en un ser nulo para el conjunto de las otras potencias de Europa, y que tu decadencia está próxima.
5. Crítica a las costumbres vanas de la aristocracia y del pueblo ¿Qué ocurre si examino el interior de tu ciudad?, ¿si analizo sus costumbres? En ninguna parte veo esas virtudes sencillas que sirven de base a la sociedad. La gente se junta por orgullo, se frecuenta por hábito, se casa por necesidad; y como la vanidad es el primer vicio de los napolitanos, defecto que procede de los españoles, bajo cuya dependencia vivieron durante largo tiempo, como, digo, el orgullo es vicio inherente a tu nación, evitan verse de cerca temiendo que el hombre se horrorice, una vez que haya caído la máscara. Tu nobleza, ignorante y estúpida, como en todas partes, acaba de multiplicar el desorden dando su confianza a los hombres de leyes, triste y peligrosa ralea, y tan ridículamente extendidos que casi no hay justicia. La poca que hay se vende a peso de oro y, de todos los países que he recorrido, es este quizás el único donde he visto poner más afán para absolver a un culpable de lo que se pone en otras partes para justificar a un inocente. Me había imaginado que tu corte me daría nuevas ideas sobre educación y galantería y no encuentro más que patanes o imbéciles. Me consolaba de los vicios monárquicos, con la esperanza de algunas antiguas virtudes, y no he visto en tu gobierno sino el resultado de todos los desórdenes de los diferentes reinos de Europa. En tu país, cada persona intenta aparentar más de lo que es; y como no se tienen las cualidades que hacen adquirir las riquezas, se las sustituye por el fraude: así se impone la mala fe y los extranjeros no pueden tener ya confianza en una nación que en sí misma no tiene nada. Tras haber dirigido mis miradas sobre los nobles, las llevo hacia tu pueblo. Lo veo por doquier grosero, estúpido, indolente, ladrón, sanguinario, insolente, y sin una sola virtud que compense todos esos vicios. ¿Quiero ocuparme del conjunto de la sociedad reuniendo los dos cuadros? Entonces veo cómo están confundidas todas las condiciones; el ciudadano al que le falta lo necesario, se ocupa de lo inútil; cada hombre sirve de divertimento o de espectáculo a otro; la misma indigencia expone un lujo tanto más repugnante cuanto que, cuando los carros son tirados por corceles, falta pan en la mesa. ¿No es uno de los horribles efectos del gusto de los napolitanos por el lujo el hecho de que para poseer una carroza y criados, las tres cuartas partes de las buenas familias tengan la crueldad de no casar a sus hijas? Este espantoso ejemplo se propaga a todas las clases. ¿Qué sucede? Que la población disminuye en razón del aumento del lujo, y que el Estado se debilita en proporción al engañoso colorido que adquiere por medio de estos viles medios. Pero donde ese lujo se hace tan ridículo como cruel es en vuestros matrimonios y en vuestras tomas de hábito. En el primer caso, disminuís la dote de la desgraciada muchacha para embellecerla un solo día; en el segundo, tendríais con qué encontrarle un marido sólo con lo que gastáis en la ridícula ceremonia que debe privarla de él para toda la vida. Lo más singular de todo esto, Ferdinand, es que, aunque tus súbditos sean pobres, tú eres rico. Y lo serías mucho más si tus predecesores no hubiesen vendido el Estado a trozos para tener todo el dinero junto. Un Estado que tiene recíprocos intereses de comercio puede sopesar sus reveses con sus ventajas; pero un pueblo con quien todo el mundo negocia sin que él negocie con nadie, hace el imbécil en toda Europa, y debe empobrecerse necesariamente. Esta es la historia de tu nación, mi querido príncipe; las otras te imponen un tributo por su industria, y tu industria sin actividad no puede imponérselo a nadie. Lo más gracioso es que tus artes tienen el carácter vano y glorioso de tu pueblo. Ninguna ciudad sobre la tierra supera a la tuya en decoraciones de ópera; todo es apariencia relumbrante en tu país, como ese pueblo. La medicina, la cirugía, la poesía, la astronomía están todavía en las tinieblas; pero tus bailarines son excelentes y en ninguna parte tenemos tan graciosas escaramuzas. Por último, en otras partes la gente se afana por hacerse rica: sólo el napolitano se esfuerza por parecerlo; tienen menos empeño en poseer una gran fortuna que en convencer a los otros de que se goza de ella, y en conseguir la opulencia que en vocearla. Esto es lo que hace que en tu nación haya mucha gente que se priva de lo necesario para tener lo superfluo. La frugalidad reina en medio del gran fasto; se desconoce la delicadeza de los platos; ¿hay algo bueno que se pueda comer aquí, excepto tus macarrones? Nada: se desconoce absolutamente ese voluptuoso arte de excitar todas las pasiones con los deliciosos refinamientos de la mesa. Todo se reduce al absurdo placer de tener una hermosa carroza, una bella librea, y, por un contraste poco grato a la vista, junto a la pompa y magnificencia de los modernos, habéis conservado la frugalidad de los antiguos. Vuestras mujeres son imperiosas y sucias, exigentes y triviales, sin mundología, iletradas. En otros climas su comercio las deprava pero refina su espíritu: aquí los hombres ni siquiera gozan con ellas de esa última ventaja; los vicios que se contraen en el trato con ellas no tienen remisión ni compensación: con ellas se pierde todo y no se adquiere nada.
6. Virtudes de los napolitanos y defensa de la República Sin embargo, a pesar de lo malo, es justo decir algo bueno. El fondo de tu pueblo es bueno; el napolitano es vivo, irascible, brusco, pero se le pasa pronto y su corazón, que lo da entonces por entero, tiene sus virtudes. Casi todos los crímenes que aquí se cometen son mucho más fruto del primer impulso que de la reflexión, y la prueba de que este pueblo no es malo es que es muy numeroso en Nápoles y se mantiene sin policía. Este pueblo te ama, Ferdinand: correspóndele, sé capaz de un gran sacrificio. Christine, reina de Suecia, abjuró de su corona por filosofía: rompe tu cetro por bondad, suelta las riendas de un gobierno tan mal organizado que sólo te enriquece a ti. Piensa que los reyes no son nada en el mundo; los pueblos todo. Abandona a este pueblo el cuidado de llevar la voz cantante en los resortes de una máquina que bajo tu gobierno jamás llegará a ninguna parte; deja a Nápoles que viva como una república: ese pueblo que he estudiado es tan mal esclavo como buen ciudadano llegará a ser. Devuélvele la energía que tu poder encadena, y habrás conseguido dos bienes a la vez: el de que en Europa se encuentre un tirano menos y el que haya un pueblo más para admirar.
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