ARENAL DE LOS JUNCOS, CHÓFER Y DUNA

Por Antonio Tausiet

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Muy a pesar suyo, todo el mundo le conocía por el topónimo, impuesto por Su Ilustrísima el día que le nombró accidente geográfico.

 

Arenal de los Juncos no había sido nunca estrictamente una persona. Desde su bautizo, cuando le pusieron Fabián, como el perro del veterinario, nadie había vuelto a llamarle así. Era simplemente un trozo de carne que respondía a ciertas interjecciones. Se sacó el permiso de primera en cuanto tuvo la edad porque creía que sin él no iba a poder conducirse por el mundo. Y como era lo único que sabía hacer, prosperó desde la milicia hasta el sacrificado oficio de llevar y traer a los presidentes, que por aquel entonces y en aquella nación fueron muchos en muy poco tiempo.

 

Su Ilustrísima no era como los demás jefes de estado. La junta militar lo había llevado al poder contra su voluntad, ocupado como estaba habitualmente en ordenar sus colecciones y aumentar su pericia con los números y las ecuaciones. Mientras viajaba en su coche oficial por primera vez, se le antojó que la calva del conductor, con sus reflejos del arcén, era como una duna. A medida que avanzaba el tedioso trayecto, la idea se le apoderaba. Cuando el viaje tocó a su fin, el humilde chófer ya tenía topónimo.

 

Acostumbrarse a ser duna no fue demasiado complicado para de los Juncos. Lo que nunca llegó a asumir completamente fue el espinoso asunto del topónimo. Notaba que los vecinos le miraban mal desde que dejaba aquel rastro de arena por la escalera, pero lo que realmente le molestaba era que cualquiera pudiese conocer su existencia tan sólo consultando un mapa.

 

En cuanto Su Ilustrísima fue depuesto, Arenal perdió su trabajo. Pero la declaración de accidente geográfico era vitalicia, y con ella el topónimo correspondiente. Y nadie quería un chófer lleno de rastrojos. Pronto convirtió la limosna en medio de subsistencia, hasta que Su Ilustrísima, que se había librado de la horca por los pelos, lo rescató del vagabundeo e intentó hacer de él una colina hecha y derecha, con su puesto de trabajo fijo en un edificio inmóvil. Pero las influencias de Su Ilustrísima en la administración habían desaparecido casi por completo, y Arenal de los Juncos, ahora con un subsidio, continuó siendo una duna. Lo cual no le importaba, excepto por la pesada losa espiritual que le seguía acarreando ser dueño de un topónimo.