LOS FELICES AÑOS CUARENTA

Por Antonio Tausiet

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Recuerdo con especial emoción aquella década, cuando la abundancia regaba de felicidad todos los rincones de la mansión familiar. Los sirvientes daban de sí todo lo que sus fuerzas les permitían, los estraperlistas a nuestro cargo nos proporcionaban los manjares que solicitábamos, y adelantos tecnológicos como la radio estereofónica o la freidora eléctrica no faltaban en cuanto la industria los ponía a nuestra disposición. Era una España feliz, luminosa y pacífica. Acabábamos de salir de una guerra que nunca me llegó a afectar, excepto por algunos estallidos en la lejanía mientras jugaba en el jardín, junto a la piscina.

 

Y llegaste tú, serena y blanca. Fuiste mi primer amor y nunca te olvidé. Luego, a partir de 1950, todo cambió. Las gentes de la aldea ya no nos miraban con respeto, y todos parecían tener una radio, y poco a poco, una lavadora, una televisión y hasta un primer amor. Cuando el galanteo volvió a popularizarse, te abandoné y me dediqué en cuerpo y alma a buscar las mejores prostitutas de la nación. Pero durante los años cuarenta la vida fue una delicia para todos los españoles.

 

Cada jueves a las doce venía el sacerdote a darnos la comunión en nuestras habitaciones, Sagrada Forma que había que tomar en ayunas. Y a mí eso no me costaba ningún esfuerzo añadido, porque siempre me despertaba a media mañana. Los rayos que iluminaban mi ventana mientras Cristo transubstanciado jugaba aquellos jueves con mis jugos gástricos, me recordaban el nuevo Imperio que se estaba gestando, evitando por fin a los seres inferiores. Como Patrocinio, la sirvienta, que era un poco antipática y a mi juicio demasiado morena para el proyecto común.

 

Un domingo memorable nos comimos al hijo del jardinero. Era un bebé de un año, que ya empezaba a dar sus primeros pasitos. Mi madre, que era muy certera cazando, lo capturó a la primera y lo asó al horno con patatas a lo pobre. No sé qué comía el niño, pero estaba muy lustroso y aquel día no tuve ganas de cenar, de la cantidad de carne de aquella criatura rolliza que había ingerido. En aquel tiempo se vivía en la abundancia, con el estómago siempre lleno y la carcajada dispuesta.

 

El día que se celebraban los diez años de paz todo empezó a torcerse. Que a papá le diera un infarto de alegría y tuviésemos que enterrarlo con sólo cuatro carrozas en el cortejo me dio mala espina. Pero lo que desencadenó la decadencia del proyecto patriótico fue la injerencia de las potencias aliadas. ¿Quién había pedido esa leche en polvo o esa tecnología? En poco más de veinte años, todo se acabó y los traidores ocuparon el poder. Y hoy, cansado y triste, debo vivir oculto con mis prostitutas, pagar al sacerdote para que venga a darme la comunión y, lo que es peor, mis contactos cada día me ponen más inconvenientes para servirme niños frescos. Pero siempre me quedará el recuerdo de los felices años cuarenta, la década más floreciente de nuestra España eterna.