ONCE MILLONES

Por Antonio Tausiet

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Había una vez un país en el que un programa de televisión era más importante que la mejora de los medios de transporte o la situación de los presos o la educación sexual o la precariedad laboral o los muertos en listas de espera o la hipocresía del presidente o la inundación de pueblos por obras hidráulicas o el necesario boicot a los desfiles militares o la conservación del patrimonio arquitectónico o el imparable ascenso de los nazis o la perpetuación de la ignominia católica o el irrisorio importe de las pensiones mínimas o las inexistentes ayudas familiares para estudios o la mala calidad y carestía del servicio de telecomunicaciones o la falta de apoyo a iniciativas culturales o el reparto de las antiguas empresas públicas a los amigos del gobierno o la corrupción de los ministros o el incumplimiento de los acuerdos internacionales o la pertenencia a organizaciones militares invasoras de países soberanos o el aumento de impuestos a los contribuyentes de rentas más bajas o el proyecto de construcción de autopistas de pago en vez de autovías gratis o los desequilibrios territoriales provocados por primar el número de votantes antes que la extensión geográfica o los malos tratos a los inmigrantes o los accidentes laborales o el paso de submarinos nucleares o la especulación inmobiliaria o los créditos abusivos o la manipulación informativa o el clima de guerra en Euskadi propiciado por los dos bandos o la perpetuación de los símbolos franquistas como las corridas de toros, el flamenco o la Legión. Pero era un país feliz, un país en el que un tercio de la población abría la boca para que se le cayese la baba con los ojos fijos en una habitación llena de cámaras ocultas, para ver si pasaba algo distinto a lo que su vida de amebas les proporcionaba.