Contra un lenguaje formal anquilosado
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Si el cine es arte y si, como todo arte, tiene un lenguaje propio, específico, basado, en su caso, esencialmente en la imagen en movimiento, ¿por qué lo seguimos sometiendo a un lenguaje literario y teatral? ¿Por qué le seguimos negando su especificidad como forma artística?
Ser cinéfilo consiste primero en plantearse qué es el cine. En discutirlo, en rebatirlo. En defender coherentemente una postura. Es decir, en partir de las bases, en hacerse preguntas sobre su sentido y su rol.
Evidentemente estamos acostumbrados a un tipo de cine clásico, a un canon cinematográfico establecido desde hace décadas según el cual el cine consiste en un buen guión puesto en imágenes. ¿Es esto a lo que el cine se debe reducir?
El visionado de películas de ciertos cineastas, que han sabido ir más allá de estos convencionalismos (que, todo hay que decirlo, ha dado también grandes resultados a lo largo de la historia), demuestra que se puede ir más allá de estas fórmulas más que agotadas. Si el arte es una continua evolución formal, ¿por qué el cine sigue anquilosado en unas fórmulas lingüísticas determinadas? ¿Quizás a causa de las leyes del mercado, que busca lo seguro? Realizadores con una mirada particular y genial, como Gaspar Noé, Michael Haneke, Cédric Kahn, Vincent Gallo o los Hermanos Dardenne, por poner algunos casos diversos y paradigmáticos, son la prueba de que se puede hacer un cine muy variado pero basado, esencialmente, en la imagen y en su poder expresivo, muchas veces anulado.
¿No es acaso la imagen en movimiento la especificidad del cine? ¿No sería por tanto esta imagen, sin necesidad de codificación literaria alguna, la que nos debería comunicar una serie de emociones, mensajes, simbolismos?
Y es que el lenguaje clásico imperante, disfrazado hábilmente de diferentes maneras, se basa en una fórmula simple: la imagen de una película (encuadres, movimientos de cámara, puesta en escena) debe estar siempre supeditada a una historia, de desarrollo clásico, generalmente. Por tanto la imagen deberá ser sobria, no asumir nunca el protagonismo, limitarse a reflejar una puesta en escena teatral y dejar que fluyan unos diálogos que, articulados en planos y escenas, constituirán el discurso final. La literatura, así, manda, según este cánon tradicional. La literatura es la que codifica un argumento, un mensaje a transmitir. Toda sensación surgida de la imagen pasará inexorablemente por su filtro. Esta historia, estas leyes literarias constituirán en sí el fin del discurso fílmico, el intermediario entre la imagen y el espectador a la hora de trasmitirnos un mensaje.
En esta adición de lenguajes importados de otros campos a la que se ha reducido y se sigue reduciendo abundantemente el lenguaje cinematográfico, se basa todo un cine clásico. Pero sin duda esta fórmula (consensuada por todos, más universal e impersonal y por tanto, propia del cine comercial destinado a las masas) es la de un cine sometido, que no se expresa con sus propias armas. ¿Por qué no ir más allá?
Nadie pone en duda, por poner el caso análogo de la pintura, que se hayan hecho grandes obras cuando este arte estaba subyugado a las necesidades del poder (político y eclesiástico, fundamentalmente) y al lenguaje iconográfico que este necesitaba. Esto ha sido así hasta las vanguardias del siglo XX. Nadie pone en duda obras de maestros como Della Francesca, Rubens o David. Pero es en los inicios del siglo XX cuando la pintura, al servicio ya únicamente de la expresión del artista, experimenta un lenguaje propio, libre.
El lenguaje de la forma como canalizador directo de emociones y mensajes, es un universo todavía por explorar en el cine. Una mirada de un personaje, el movimiento de unos cuerpos atravesando el cuadro de una imagen e interactuando con el espacio que les envuelve, un determinado encuadre, un plano secuencia... ¿Acaso esto no tendría que ser el punto de partida de una película, más que una herramienta utilizada para hacer pasar un discurso literario? ¿O una imagen no vale más que mil palabras?
En este lenguaje se pueden apoyar películas experimentales o películas con un discurso narrativo. Independientemente de esto, este lenguaje de la forma puede adoptar diferentes estilos, bastante bien encarnados por los cineastas que he citado antes:
Un estilo plástico:
Dentro de este subapartado, podrían ser citados Gaspar Noé, Vincent Gallo o Cedric Kahn.
El primero, a través de sus luces artificiales, ambientes nocturnos hipnóticos y colores muy saturados, suele tender hacia lo experimental, creando un "macrolenguaje" integrador de imagen y sonidos electrónicos, para penetrar en los instintos más primitivos y pasionales de los humanos. “Irréversible” puede ser un buen ejemplo.
Vincent Gallo, a través de una imagen minimalista y estática, plasmaba perfectamente el panorama desolador de la América más profunda y miserable en “Bufallo ‘66”.
Y Cédric Kahn es sin duda uno de los grandes genios del cine actual. Siempre sus películas giran entorno a personajes ordinarios, que atraviesan en silencio fuertes crisis de identidad. Retrata psicologías complejas, a menudo turbulentas, sintiendo una especial atracción por aquello que la mente del hombre es capaz de llevar a cometer, reflejando los comportamientos contradictorios causados por estos procesos mentales y retratando a sus personajes de una manera siempre fascinante, opaca, voyeurista. Con el apoyo de unos guiones también muy trabajados, Cédric Kahn turba, ante todo, con la imagen. Retrata, siempre en un sutil “crescendo”, la obsesión sexual, la apatía, la autodestrucción a la que puede llegar un hombre. Nada queda dicho. Todo es contradictorio, borroso... fascinante. Las miradas perdidas,los ambientes nocturnos claustrofóbicos, los espacios difusos fluyen por el cine de Cédric Kahn creando ambientes coherentes con la ansiedad y la ambigüedad psicológica de sus protagonistas. Los diálogos y el argumento nos sitúan en el entorno vital del personaje central de sus películas, generalmente individuos mediocres (un adolescente pusilánime en “Le Bar des Rails”, un profesor de universidad obsesionado por el sexo en “L’Ennui”, un asesino en serie enamorado en “Roberto Succo”...) pero el verdadero mensaje de la película no queda en las palabras, sino en la tensión y el desasosiego causados por la imagen: un ambiente hipnótico, un movimiento de cámara cadencioso o cámara al hombro, un fluir de cuerpos convulsos o desesperanzados por un encuadre...
Un estilo voyeurísta, estático, analítico, frío:
Sin duda aquí habría que citar a Michael Haneke. Cualquiera de sus películas sería un buen ejemplo: “Código Desconocido”, “La Pianista”, etc. Su cine es filosófico, lleno de preguntas sobre la sociedad, sobre la psicología turbulenta del hombre y sobre lo que supone la representación de la realidad a través de la imagen. Es un cine de silencios, de largos planos-secuencia. Le encanta situar a sus personajes en situaciones extremas. Y su cámara, fríamente, los observa, los analiza, a veces se diría que con una refinada crueldad. En el fondo Haneke se ríe de nosotros. Por eso es un genio. Y porque es la imagen la que trasmite directamente al espectador un mensaje claro, inequívoco. Nos enfrenta con nuestras propias pesadillas mentales, urbanas, sexuales. Directamente, cara a cara. Sin artificio alguno. Sabe dónde situar la cámara y qué reflejar. Sabe cómo angustiarnos partiendo de estampas cotidianas, de planteamientos inocentes. Sobran las palabras.
Todo esto con una imagen aparentemente objetiva, estática, distanciada de lo que quiere retratar, para observar nuestros comportamientos absurdos con cierta perspectiva, huyendo de una identificación emocional con sus personajes. En otro tono, este mismo recurso era utilizado, por ejemplo, ya por Jacques Tati, uno de los cineastas más modernos de todos los tiempos. Dejaba que la vida fluyera por sus encuadres, limitándose su cámara a ser una mera observadora de esa parcela de la realidad que él nos mostraba. Sutilmente, su cine, como también el de Haneke o el de Claude Chabrol o el de una nueva generación de cineastas alemanes que surge en la actualidad, nos observa de una manera objetiva, nos delata y, muy elegantemente, nos pone en evidencia, desde su perspectiva voyeurista.
Un estilo más físico, la cámara como prolongación de un personaje:
En este último gran subapartado, dentro de este cine de la forma que algunos cineastas están realizando, siempre al margen de la industria, cabría destacar el movimiento Dogma. Y también, aunque tengan raíces diferentes, el lenguaje cinematográfico de los Hermanos Dardenne.
En estos casos el cine se despoja de cualquier aditamento superficial para reflejarnos una serie de comportamientos hasta llegar casi a palparlos, a tener un contacto físico, directo con ellos. Para realizadores como Lars Von Trier (especialmente en su etapa Dogma, que en cierta medida sigue influenciando en la actualidad su estilo formal), Thomas Vinterberg o los Hermanos Dardenne, el interés está en ver cómo un personaje se mueve, y seguirlo de cerca, cuerpo a cuerpo. Encuadrar sus manos, sus hombros, unas caricias, una persecución, ver a la “Rosetta” de los cineastas belgas abrir una malla metálica, observar su respiración ansiosa. Hacer un cine de texturas, casi táctil. Observar, nunca justificar, nunca dar respuestas, pero tampoco plantear preguntas. Al menos no directamente.
Mientras que los Dardenne han forjado casi espontáneamente un lenguaje formal a partir de sus inicios como documentalistas (en un campo de cultivo como el belga, donde no faltaban realizadores de documentales de trayectorias muy interesantes), los realizadores que se han ido adhiriendo al movimiento Dogma eran conscientes de querer romper con unos convencionalismos estéticos a los que se oponen frontalmente: los del cine acomodado en viejas fórmulas.
Para ellos, solo puede haber una cámara y unos personajes. Mediante la supresión de elementos intermediarios entre el actor y el espectador, se proponen captar esa realidad de una forma más directa y pura. Prohibidas así las luces artificiales, los decorados, el uso de filtros en las cámaras, entre otras muchísimas cosas. Además, Dogma 95 relativiza, en su manifiesto, la ruptura que para el cine supuso “La Nouvelle Vague” en los 60: “La nueva ola no se atrevía a ser más que un pequeño oleaje que iba a morir en el río convirtiéndose en lodo. Los eslóganes de individualismo y libertad hicieron nacer obras durante algún tiempo, pero nada cambió. La ola fue pasto de los más voluntariosos, así como de los directores. Pero nunca fue más fuerte que aquellos que la habían creado. El cine antiburgués se hizo burgués pues había sido fundado sobre teorías que tenían una percepción burguesa del arte”.
Sin duda estos planteamientos, anti-individualistas y en pro de una pureza del lenguaje cinematográfico nunca experimentada, unos planteamientos muy estrictos en el manifiesto que lanzaba este movimiento (aunque hayan sido seguidos más o menos coherentemente por diversos realizadores, poco importa), han sido de gran ayuda para intentar polemizar y hacer reflexionar sobre el sentido y la finalidad del discurso fílmico y sobre la validez o no de unas pautas clásicas, quizás ya enmohecidas por su uso sistemático, que encorsetan en gran medida la creatividad y la frescura de un mensaje transmitido.
Para “Dogma 95” la película “sucede aquí y ahora”. Es decir, se busca un lenguaje directo, un tiempo presente. Y para ello hay que destruir la forma, en pro de la pureza, de una comunicación directa con el espectador. A través, claro está, de un uso libre de la imagen.
Así, ya sea individualmente o agrupados en algún movimiento, e aquí algunos casos de realizadores que han forjado un estilo propio, lejos de someterse a fórmulas anquilosadas, basadas en la importación y adaptación al cine del lenguaje propio de la literatura (en cuanto a la base narrativa) y el teatro (en cuanto a la puesta en escena).
Desgraciadamente, nos encontramos en un país en el que nada de esto ha tenido lugar. Como en cuestiones políticas, preferimos debatir sobre asuntos donde haya “carnaza”, absolutamente superficiales (como por ejemplo, el hecho de plantear una campaña proteccionista contra el cine americano, ¡cuando llevamos años usando, y además mal, sus mismas armas lingüísticas!) sin tocar verdaderamente temas de fondo, que afecten al paradigma al que nos resignamos, con el que nos conformamos patéticamente.
Muchos han hecho “piras incendiarias”, han querido hacer “borrón y cuenta nueva” (“La Nouvelle Vague” en Francia, los Dogma en el Norte de Europa, en Alemania se empieza a hacer un cine refrescante de la mano de realizadores como Christian Petzold o Ulrich Kohler...). Y es que todo criterio artístico verdaderamente renovador surge del hecho de una drástica ruptura, de una voluntad de arrasar con lo anterior, a partir de lo cual surgen nuevos planteamientos, puestos en práctica de manera más vehemente al principio, más sosegada y quizás madura al final. Aquí, no. Seguimos con nuestro conformismo, nuestro "ombliguismo", nuestro miedo atroz a la autocrítica, la mofa hacia lo exterior y lo innovador (como un pueblerino anclado en unos modos de vida ancestrales y carentes de sentido en el contexto actual que maldice la cultura urbana y cosmopolita).
El arte tiene que ser visceral en sus planteamientos, nunca conformista. Tenemos la manía de considerar en este país como rompedor a un supuesto “cine social”, con el que nos lavamos nuestras conciencias. Un cine social demagógico, de un discurso progresista anticuado y anquilosado, que podía ser el de hace 20 años; y que justifica a sus personajes por sus circunstancias. Estas circunstancias invaden los planteamientos argumentales: el personaje es un ejemplo, un mero objeto, una víctima, nunca un sujeto. Esta visión es tendenciosa. Los Dardenne en su última película, “L’enfant”, Palma de Oro en Cannes este año, retratan a un padre joven, que decide vender a su hijo. Quizás lo más terrible, lo más miserable. Se interesan en él, nunca le justifican su comportamiento terrible por el hecho de pertenecer a la escala social más baja. Lo retratan como individuo, no como integrante de una clase social. Y saben transmitirnos directamente un mensaje, a través de una imagen. Una mirada basta. No hacen falta discursos. La realidad captada directamente es suficiente.
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Enrique Adalid
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