Capítulo
VII:
¡Mondo cane!
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Desde los comienzos del cine, la tortura y la muerte ha ido vinculada a la representación audiovisual. El cinematógrafo fue utilizado como espectáculo de barraca de feria, tratando de atraer la atención de ese público que disfrutaba con los espectáculos de Max Maurey y su Teatro del Grand Guignol, ese mismo público tan bien reflejado por David Lynch en El hombre elefante (1980), un público fascinado por el horror, lo siniestro, la desgracia ajena, que pagaría unas monedas por una experiencia tan impactante como algunas de las primeras filmaciones de Thomas Alva Edison, que en 1903 decidió usar el cinematógrafo para grabar Ejecución por ahorcamiento y Electrocución de un elefante. Quizás con un sentido del espectáculo mucho más agudo que el de los Lumière, Edison vincula, desde un principio, cine y muerte, dos elementos que, si repasamos la Historia del Cine con atención, son constantes e indisolubles, tal y como dejó constar Jean-Luc Godard en su Notre musique (2004).
Pero no es Godard el primero de los cineastas en realizar una película partiendo de este hecho. En 1960, Michael Powel, en El fotógrafo del pánico, construye una estupenda ficción al respecto, un clásico del cine de terror en el que la cámara y la muerte van a ser dos elementos fundamentales, indisolubles. Sin embargo, no es a través del cine para el gran público de Powel, ni del cine intelectualizado de Godard de donde procede una de las grandes leyendas en torno al audiovisual: el “snuff”.
En 1974, Michael y Roberta Findlay rodaron una obra de culto cuya publicidad aseguraba contener una escena de asesinato real. Su explícito título: Snuff. Lo que no era sino una trama tediosa apoyada en una realización paupérrima terminaba con una escena “gore”, en la que se descuartizaba a una joven, y cuyos efectos especiales eran de lo más aparentes. Según algunas fuentes, la escena en cuestión no había sido ni tan siquiera grabada por los Findlay, sino directamente sustraída de una chabacana película de terror argentina. Sea como fuere, la leyenda estaba forjada, pues, a partir de este curioso bodrio, el público ya sabía describir lo que era un “snuff”.
Leyenda o realidad, este “atractivo” tema ha sido utilizado en numerosas ocasiones por el cine. Puede el aficionado saciar su curiosidad degustando Last House on Dead End Street (Victor Juno, 1977), una película en la línea del Snuff de los Findlay, si bien mucho más enfermiza e impactante, así como una serie de productos, mucho más comerciales y estimados como Testigo mudo (Anthony Waller, 1995), Tesis (Alejandro Amenábar, 1996) o Asesinato en ocho milímetros (Joel Schumacher, 1999).
Pero, ¿existe el “snuff”? ¿Tenemos un ejemplo claro de ese documento audiovisual creado para la satisfacción de un cliente capaz de pagar una cantidad de dinero para que se asesine a una persona ante la cámara? Para David Cronenberg, el “snuff” fue un mito creado por algunos cineastas, en los años 70, para rentabilizar sus películas. Una leyenda generada por el propio cine que contribuía a llamar la atención de un público cada vez más pendiente de la televisión que de lo que se exhibía en salas comerciales. Había que radicalizar tanto los contenidos como los factores estéticos, había que dar aquello que no ofrecía la programación de la pequeña pantalla, de ahí esa mayor presencia de elementos violentos vinculada a una notable mejora de los efectos especiales, que van a alcanzar un insólito grado de realismo a lo largo de la susodicha década. De ahí también la aparición de uno de los subgéneros más singulares a los que podemos enfrentarnos, y que hay quien confunde con el “snuff”, el “shockcumentary”, que sería el “mondo” en su grado más truculento, tal y como veremos.
Pero, ¿qué es el “mondo”? En 1962, una producción italiana va a constituirse en todo un éxito a escala internacional, gracias, sobre todo, a sus morbosos contenidos, su visión algo siniestra de las variadas sociedades y culturas de nuestro querido planeta. Su título, auténtica declaración de intenciones: Mondo cane (Gualtiero Jiacopetti, 1962). Mondo cane, un documental destacable por su ánimo sensacionalista, va a ser imitado por un buen número de productos similares, algunos de ellos fruto del mismo equipo, tal es el caso de la impactante Adiós Africa (Gualtiero Jiacopetti y Franco Prosperi, 1966), o la trilogía conformada por Hombres salvajes, bestias salvajes (1975), Sabana violenta (1978) y Mundo dulce y cruel (1983), debida a dos nombres claves para conformar tan curioso subgénero cinematográfico: Antonio Climati y Mario Morra.
Si gracias a las películas citadas elpúblico pudo saciar su sed de morbo, el propio “mondo” se reinventó a sí mismo, en torno a los años 80, a raíz de uno de los títulos más emblemáticos de tan singular manifestación: Rostros de muerte (Conan Le Cilaire, 1979), un brutal carrusel de autopsias, ejecuciones, trágicos accidentes y otras lindezas que suponen una de las experiencias más radicales (y traumáticas) a las que el cinéfilo curioso puede enfrentarse. Rostros de muerte, y su larga lista de continuaciones (Fear, Rostros de muerte 2, Rostros de muerte 2000) constituyen el paradigma perfecto de lo que se ha denominado “shockcumentary”, es decir, una derivación del documental, y del “mondo”, en la que priman los valores meramente sensacionalistas sobre los antropológicos. La imagen manipulada para desagradar. Las sensaciones más fuertes llegan al poder.
Sin embargo, antes de proseguir, cabría indicar que todas estas manifestaciones cinematográficas, desde Mondo cane, han estado asociadas a la sospecha o el escándalo. ¿Es absolutamente cierto todo aquello que presenta el “mondo” como tal? ¿Acaso algunas de sus más famosas escenas no son fruto de meros trucajes? ¿Dónde termina la ficción y comienza la realidad? ¿Hasta qué punto no estamos ante tremendas bromas, que podríamos fácilmente enmarcar dentro de los falsos documentales? Mucho se ha escrito al respecto. Las opiniones son diversas y lo mejor es degustar estos indigestos platos para forjarse una idea propia. ¿Propiciaron, en algunos casos, los propios realizadores, crueles tragedias humanas con tal de conseguir un material idóneo? Pregunta sin respuesta, enigma inquietante del que el propio cine se hizo eco en un título ya clásico: la imprescindible Holocausto caníbal (Ruggero Deodato, 1979), que, denunciando un hecho posible, fue víctima de idéntica acusación, protagonizando uno de los más conocidos escándalos de la Historia del Cine. En una línea similar nos encontramos la no menos interesante Ocurrió cerca de su casa (Rémy Belvaux, André Bonzel, Benoit Poelvoorde, 1992) escalofriante falso documental sobre las fechorías de un asesino en serie.
Pero no tan sólo las imágenes de la película de Deodato fueron confundidas con documentos reales. A finales de los 80 y comienzos de los 90, desde Japón, va a llegar a occidente una de las sagas más brutales de todos los tiempos: Guinea Pig. Nueve singulares videos, de alto contenido “gore”. Dos de ellos, Flowers of Flesh and Blood y Unabridged Agony fueron confundidos por auténticos “snuff”, cuando simplemente son “falsos snuff”, películas de ficción carentes de todo contenido, en donde el acto de la mutilación, el sufrimiento y la muerte tiene idéntico peso tanto en el plano conceptual como en el estético. Dos ejemplos inmaculados, desenfadados y sin tapujos, de cine trasgresor que, más de diez años después, merecen un puesto de honor entre los clásicos del moderno cine de horror.
Hasta el momento, no hemos afirmado la existencia de un film puramente “snuff”, los ejemplos expuestos consisten en películas de carácter documental, de mera ficción o que juegan hábilmente con lo falso y lo real. Lo más coherente es considerar al “snuff” como un mero mito, una de tantas leyendas urbanas. Sin embargo, antes de concluir este artículo, vamos a considerar unos breves datos y alguna hipótesis al respecto del asunto. Así las cosas, cabe decir que lo más cercano a una “snuff movie” serían las filmaciones que un criminal pudiera haber hecho de sus fechorías, si bien tampoco estaríamos hablando de un auténtico “snuff”, ya que su naturaleza no sería la de película llevada a cabo por una supuesta mafia para su comercialización. Tal que cualquier ciudadano puede guardar en la intimidad de su alcoba un video casero de carácter erótico rodado por él, ¿no resulta coherente que el criminal conserve alguna cinta de escabroso contenido, también realizada por él, para su disfrute personal?
Sí que parece cierto que, en la antigua Yugoslavia se grabaron videos en donde quedaron registradas algunas de las atrocidades cometidas por los soldados, tal y como Yaron Svoray expuso en Dioses de la muerte, un libro que hacía referencia a la existencia de este tipo de películas. Pero, una vez más, tampoco se trata en esta ocasión del “snuff” tal y como ha sido definido y popularizado por el cine comercial. Estaríamos ante un tipo de documento similar a los grabados en los campos de exterminio nazis o en la siniestra cárcel de Guantánamo.
Lo más inquietante del asunto es que la popularización del “snuff” ha podido crear una necesidad, despertar el hambre de un capricho condenable, si bien, por el momento, los únicos “snuff” que podemos constatar consisten en esas ejecuciones retransmitidas a través de la televisión por cable. La muerte en directo, previo pago, sanamente institucionalizada. ¡Mondo cane!
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Alberto Jiménez Liste
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