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LA INCINERADORA

revista de opinión cinematografica
número 9

 

 

CINEPATÍA

ALBERTO JIMÉNEZ LISTE NOS ILUSTRA SOBRE EL CINE FANTÁSTICO Y DE TERROR

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Capítulo VIII:
David Lynch

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Una breve introducción

David LynchParafraseando a Antonio Muñoz Molina, diré que el rasgo casual de talento, la improvisación ingeniosa, la malevolencia instantánea son muy apreciadas cuando en público ha de hablarse, pero sólo en la palabra escrita puede alcanzarse esa plenitud de la expresión que muchas veces no encontramos en la disertación improvisada. Así las cosas, he tenido a bien redactar este discreto ensayo para tratar de concretar con mayor concreción y claridad algunos aspectos de la filmografía de David Lynch. Pretendo con ello acercarme a su universo artístico siguiendo la estela que, fundamentalmente, dos temas (el doble y la disgregación del yo) y un elemento iconográfico (el espejo) han dibujado en él, si bien puede también entenderse que estos tres motivos de los que hablo adquieren tal importancia que pueden interpretarse como auténticos generadores de su fascinante obra audiovisual.

A la hora de analizar parte de la obra del cineasta (como se verá, he prestado mayor interés a aquellas películas que, personalmente, más me gustan) he procurado ser riguroso, si bien, a la hora de proceder a la redacción de este resultante artículo, he optado por no descuidar la amenidad. Espero pues que lo que a continuación expondré resulte tan provechoso como entretenido. Nunca he considerado que el pesar sea rasgo inherente a la abstracción. ¿Acaso no puede una gran broma encerrar una profunda enseñanza? Así las cosas, este texto no pretende ser un estudio excesivamente serio, si bien en él aparecen numerosas apreciaciones de cierta complejidad conceptual, también resultarán obvios aspectos anecdóticos que, en ocasiones, obedecen a experiencias personales.

Comencemos pues un apasionante viaje hacia un universo perturbador, exploremos los bizarros recovecos de un extraño mundo que no es otro que el nuestro, asomémonos a ese insondable abismo que se abre en el interior de nuestra propia alma. Dobles siniestros, cuadros que trasportan a mundos maravillosos, espejos que reflejan deformidades abominables, sueños imposibles capaces de disolver, plano a plano, la propia identidad. Señoras y señores, la entrada es gratis, atrévanse a traspasar el umbral… Entren en el fabuloso laberinto de David Lynch. Quizás no encuentren la salida, si lo hacen, denle algo de calderilla al enano de la puerta.

 

Dentro del laberinto

Las películas de David Lynch son, ante todo, hermosos ejercicios de estilo tendentes a la abstracción. La naturaleza críptica de su significado es uno de sus rasgos no sólo más relevantes sino más estimables, en tanto en cuanto invita al espectador a lecturas variadas. Su cine, desde Cabeza borradora hasta Inland Empire, parece concebido para invitar a la especulación, a la libre interpretación, según la formación y sensibilidad de cada cual. Desde su ópera prima, la polémica ha sido suscitada por cada una de sus nuevas creaciones, dado que lógica y razón son armas cognoscitivas ineficaces para interpretar o disfrutar una obra artística que más bien exige pasión y poesía. Como en las más personales creaciones de Luis Buñuel o Federico Fellini, David Lynch se basa en un código personal para desarrollar su puesta en escena. Estamos ante un cineasta que se define a sí mismo como artista, mucho más preocupado por despertar sensaciones que por narrar una historia. Así las cosas, algunas de sus películas se apartan de convenciones academicistas, lo que no implica que nos encontremos ante un artesano cercano al “underground”. Más bien, Lynch es el genio genuinamente norteamericano, reconocido incluso por la industria de Hollywood. Lejos de poses contagiadas de malditismo esnobista, estamos anteEl hombre elefante un “enfant terrible” que gusta de tomar café en el Bob's Big Boy, un americano simpático y bien vestido que viajó a la vieja Europa motivado por el impulso incontenible de pintar bajo el influjo de los grandes maestros de un continente que se le antojaba exótico, volviendo sin embargo a su añorada Kansas natal casi de inmediato, aterrado ante la lejanía de un McDonald. Si bien sacrificó cinco duros años de su vida en la gestación y doloroso parto de su primer largometraje, rápidamente obtuvo el impresionante espaldarazo de la industria, obteniendo ocho nominaciones a los Oscar por El hombre elefante, su segunda película, producida por uno de los nombres más populares de la industria cinematográfica norteamericana: Mel Brooks.

Sin embargo, tampoco significa lo expuesto que estemos ante un director de tanto éxito como prestigio. Si bien en su carrera hay películas con fortuna comercial (Terciopelo azul, Corazón salvaje, Una historia verdadera o Twin Peaks, la popular serie de televisión), también hay fracasos relativos como Dune, Fuego camina conmigo o Carretera perdida. La relatividad de estos fracasos obedece a que toda película de David Lynch acaba convirtiéndose en película de culto, siendo revisada por la crítica especializada y rescatada por la gran cantidad de curiosos que descubren y se acercan a su cine. Festivales, foros de Internet o filmotecas sirven para cuestionar, una y otra vez, al cineasta. La interpretación y la especulación están servidas. Como veremos más adelante, la coherencia conceptual y estética de su universo cinematográfico promueve que películas tan aparentemente convencionales como El hombre elefante puedan ser reinterpretadas bajo una nueva perspectiva. Así las cosas, el presente ensayo debe pues ser entendido como un acercamiento más, subjetivo y personal, al abierto abanico de misterio y fascinación desplegado por el universo Lynch.

 

Un comienzo es un momento delicado

Corría el año 1984 cuando, en una sobremesa, de manera inesperada, el avance publicitario de una película captó la fervorosa imaginación del adolescente, más bien niño, que yo era en aquel entonces. La coletilla publicitaria de aquel anuncio quedó grabada en mi memoria, aguijoneándome tal que esos deseos que, finalmente, hemos de cumplir. ¿Qué había tras aquellos breves fragmentos? ¿En qué consistiría aquel mundo más allá de toda experiencia y más allá de toda imaginación que había sido bautizado con el enigmático nombre de Dune? Resolver el misterio era tan sencillo como hacer uso de la propina para pagarse una entrada de cine y, dicho y hecho, allí estaba yo, con mi amigo Arturo, que por aquel entonces ya era un gran aficionado a la ciencia ficción, ocupando dos butacas en el hoy ya tristemente desaparecido cine Fleta. Y empezó la película, y traspasamos el espejo. Asistir en aquel entonces al estreno del Dune de David Lynch era una experiencia tan divertida como traumática, similar, como digo, a lo que la pobre Alicia tiene que sufrir en las rocambolescas novelas de Lewis Carroll, y es que, Dune, ni tenía ni quizás tenga mucho sentido.

No nos engañemos. Nosotros apetecíamos de una nueva entrega de La guerra de las galaxias y nos encontramos ante una versión surreal e incomprensible de una novela que jamás hubiera adaptado George Lucas. Dune era un proyecto largo tiempo acariciado por Dino de Laurentiis, que había pasado por manos de artistas tan diversos como Alejandro Jodorowsky, Giger o Ridley Scott. Finalmente, fue a parar a manos de un cineasta de cierto prestigio, que venía de realizar un gran éxito de crítica y público: El hombre elefante. Indudablemente, Lynch trató de llevar el Dune de Dino de Laurentiis a su terreno (ya lo había hecho con El hombre elefante de Mel Brooks, aunque de ello nos percataríamos años más tarde), pero los deseos del gran productor italiano chocaron con los criterios artísticos de un joven David Lynch, embarcado en una superproducción que quizás lo superase. Sin embargo, Dune tenía algo (yo no sabía bien qué era en aquel entonces) que me cautivó profundamente. Aquello era argumentalmente incomprensible (incluso vista hoy en día, su sentido de la narración continúa siendo fallido) pero destilaba personalidad propia, atmósfera. ¿Acaso no es cierto que, hoy por hoy, no es todo un pequeño clásico a recuperar, una pieza de culto de la que existen varios montajes y que ha sido repuesta en numerosas convenciones y reeditada varias veces tanto en vídeo como en DVD?

Kyle McLachlan e Isabella Rossellini en "Terciopelo azul"Analizada a la luz de toda la carrera de David Lynch, Dune ostenta elementos incuestionablemente lynchianos. En primer lugar, supone la primera aparición de uno de sus actores fetiche, Kyle McLachlan, interpretando a Paul Atreides. Como veremos a continuación, el acercamiento de Lynch hacia esta figura mesiánica prefigura algunas de las constantes del personaje de Jeffrey Beaumont en Terciopelo azul, dado que introduce sutilmente el tema del doble y el tema de la pérdida de la identidad. Quizás pueda parecer forzado que señale la presencia de estos elementos en una de las películas consideradas menos personales de David Lynch (incluso ni él mismo la estima en demasía), pero no hemos de olvidar que toda la filmografía del artista puede contemplarse como un juego de espejos. La autorreferencia es constante. En una película aparecen planos, escenas, elementos, temas, iconos que no son sino reflejos de planos, escenas, elementos, temas e iconos de otra. El postmodernismo, en David Lynch, no solo debe ser interpretado a la luz de cinematografías ajenas, sino también a la luz de su propia cinematografía. Su obra es espejo de ella misma. Obsérvese, a manera de ejemplo, el misterioso hombre que activa una extraña máquina en Cabeza borradora y las también extravagantes maquinarias activadas por unos pesadillescos individuos en El hombre elefante; ¿acaso no nos recuerda el navegante de Dune a la deformidad terrible de John Merrick?; la pulsión sexual insana del baron Harkonen encontrará su homólogo en el perversamente erótico Frank Booth; el hermoso plano del inmenso espacio con que finaliza El hombre elefante será el mismo con el que comience Dune; al igual que esa terrible carretera oscura que aparece en Terciopelo azul volverá a ser surcada en la noche tanto en Fuego camina conmigo como en Carretera perdida. Tal y como expone Nuria Vidal en su precioso artículo (1) al respecto, la lista de coincidencias parece extenderse hasta el infinito. Pero no solo el espejo debe ser entendido en Lynch desde este peculiar punto de vista. En Dune, va a tener una función deformadora que va a desarrollar, aunque sea de manera simple, el tema del doble (téngase en cuenta que, conceptualmente, Dune se encuentra atada al argumento que Frank Herbert desarrolló en su exitosa novela, así como a las imposiciones de su productor para hacer de la película un vehículo alejado del cine de autor). En Cabeza borradora, El hombre elefante, Twin Peaks o Carretera perdida este elemento va a ser utilizado de una manera mucho más elaborada, contribuyendo a una mayor progresión, riqueza y variedad temática (incluso aparecerá el tema del espejo utilizado también como puerta hacia otros mundos).

En Dune, la dualidad queda plasmada al exacerbarse el contraste entre el bien y el mal. El planeta Caladán, el mundo de los Atreides, se opone radicalmente al planeta Giedi Primero, sede de los Harkonnen. La serenidad del duque Leto, la belleza dulce de Paul, la afabilidad de la madre de éste encuentran su inversión en el barón Harkonnen, Feyd Rauta y la Bestia Raven. Paul, muchacho joven y apuesto de piel aterciopelada puede ser interpretado como figura contraria del barón, con su piel cubierta por repugnantes pústulas, con una cierta afición por todo acto depravado. El planeta Caladán es un lugar hermoso. Lynch centra su mirada en ese mar de azulonas tonalidades que rompe románticamente contra el palacio de los Atreides, amparado por una noche serena. Sin embargo, Giedi Primero parece contagiado por esa asfixiante atmósfera, de pesadilla industrial, que atenazaba al kafkiano protagonista de Cabeza borradora. La imagen devuelta convenientemente deformada, el doble entendido como el opuesto, que no como una versión perversa o diferente de uno mismo (tema utilizado por Lynch en otras de sus creaciones, tal y como veremos). La oposición articulada como fuerte contraste, generando una tensión dialéctica en la que no hay lugar para la ambigüedad. En ningún momento del metraje se atisban las inquietantes insinuaciones de su siguiente película. No cabe ni tan siquiera suponer que Paul ansíe parecerse a su opuesto, como sí que resultaba evidente en Terciopelo azul. En Dune, tan solo encontramos puro y duro maniqueísmo, bien y mal enfrentados tal que en un cuento de carácter popular, y es que la película, siguiendo las pautas tradicionales de toda gran narración épica, respeta algunas de las características que Vladimir Propp señalara en su Morfología del cuento popular, y que, una vez más, aparecerán de manera más compleja, conceptualmente hablando, en Terciopelo azul, así como en otros títulos de la filmografía de Lynch.

Kyle McLachlan como Paul Atreides en "Dune"Como V. Propp indicó, el héroe debe afrontar su destino. Abandonar su marco de comodidad, enfrentándose al mundo. La superación de la prueba supone un cambio a mejor, tanto en el personaje en sí como en su estatus. Este esquema, evidente en Dune, va a ser frecuentemente utilizado por el director a lo largo de su cinematografía. Rastros del mismo, con interesantes variaciones, encontramos en El hombre elefante, Terciopelo azul, Mulholland drive o incluso Una historia verdadera. El caso del Paul Atreides de Dune se ajusta con mayor exactitud, sin originales desviaciones, a algunas de la características señaladas por Propp respecto del relato tradicional. El héroe mitológico no solo debe afrontar la prueba sino que, tras perder la vida, debe regresar transformado en una entidad superior. En Dune, Paul Atreides, obedeciendo a los designios proféticos de las Bene Geserit, es el elegido para transformarse en la divinidad que instaure un nuevo orden en el universo. Paul Atreides, tras beber el agua de la vida, volverá de la muerte transformado en el Kwisatz Haderach. La evolución de su yo implica dejar atrás parte de quien fue (obsérvese que un cambio de identidad conlleva incluso un cambio de nombre). Todo cambio supone un parcial suicidio de nuestra identidad. Como vemos, Lynch desarrolla en Dune, sin llegar a profundizar en ello, algunos de sus más queridos temas. Años después, Kyle McLachlan volvería otra vez del más allá, pero esta vez, tras mirarse al espejo, éste devolvería una terrible imagen diabólica. La identidad perdida tras la aventura detectivesca del agente Cooper, el yo disgregado tras una peripecia que vence al personaje, el cambio como descenso inexorable al horror en el último y magistral capítulo de una serie que hizo historia: Twin Peaks.

 

Terciopelo AzulLa rendija del armario

Aquello de Dune no me había gustado, pero me había cautivado. Subyacía un atractivo en aquella extraña sensación de desazón e incomodidad que provocaba aquella densa y turbia historia, excesivamente larga para ser tan excesivamente incomprensible. Una vez más, haciendo uso de la propina, compré una edición de la novela en la ya también desaparecida librería Lepanto. Tenía que desentrañar lo que Lynch trataba de contar en la película. La novela me gustó, pero, aquella película, en su luz, en su textura, encarnaba algo que me atraía mucho más que la megalómana narración de Frank Herbert. Solución: alquiler de video. Sin respetar el formato (Lynch suele rodar en “scope”) y con una oscuridad que sumergía en sombras sus ricos detalles. Pero, daba igual. ¿Es normal perder un fin de semana en ver, de manera incansable, el Dune de Lynch? Unos cinco o seis pases en un viejo magnetoscopio de la marca Sanyo, un armatoste antiguo, de pesado metal. Un fin de semana algo raro… ¿Lynchiano? Lo mío era curiosidad insana, algo absurda y tontorrona, como la que de repente se le despierta a Jeffrey Beaumont en Terciopelo azul. El tipo, ni corto ni perezoso, se empeña en descubrir qué hay detrás de la oreja cortada que encuentra entre unos hierbajos, qué misterio se esconde en el apartamento de la enigmática Dorothy Vallens. ¿Quién que guste del cine no se ha sentido identificado con ese Jeauffrey espiando a través de las rendijas del armario lo que acaece en la intimidad de la dichosa vecinita? ¿Acaso, en tanto en cuanto espectadores, no espiamos constantemente vidas ajenas a través de la pantalla? Evidentemente, Hitchcock ya había tratado el tema en Psicosis o La ventana indiscreta (téngase en cuenta, de nuevo, que el cine de Lynch es, como ya he indicado, producto postmoderno). Sin embargo, no me resisto a advertir que Lynch parece también influido por una de las obras más emblemáticas del arte contemporáneo: Étant donnés, la obra póstuma de Marcel Duchamp.

"Étant donnés", de Marcel DuchampÉtant donnés consiste en un portalón en el que han sido practicados dos orificios por los que mirar. Es entonces cuando descubrimos un agujero abierto en una pared que permite ver el cuerpo de una mujer desnuda que sujeta un quinqué. No llegamos a ver su rostro, que permanece oculto tras la pared agujereada. “La reflexión más inmediata y obvia de cuantas propone esta obra es la de darnos cuenta de la naturaleza voyeurística del acto cognoscitivo.” (2) La curiosidad nos puede conducir a diversos e insólitos caminos, tal y como le va a ocurrir a Jeffrey en Terciopelo azul o a Fred, tras contemplar las misteriosas cintas de vídeo, en Carretera perdida. Uno y otro van a comenzar, a partir de ese momento, un viaje sin retorno en el que perderán su identidad, despertando a su doble. ¿Viene al caso recordar aquella memorable frase del guión de Dune? “El durmiente ha despertado”. Pero, vayamos por partes.

Tras el fracaso comercial de Dune, Dino de Laurentiis tuvo a bien volver a confiar en David Lynch. Indudablemente, algo de Lynch debió de interesar enormemente a De Laurentiis, quien aceptó dejar el total control creativo de un producto de presupuesto moderado. Así las cosas, Terciopelo azul consolida a David Lynch como uno de los más interesantes cineastas de los ochenta, y configura definitivamente algunas de sus características, tanto temáticas como estéticas, si bien ya estaban, quizás no de manera tan embrionaria como la crítica ha supuesto, en sus tres películas anteriores: Cabeza borradora, El hombre elefante y Dune.

Kyle McLachlan e Isabella Rossellini en "Terciopelo azul"Terciopelo azul desarrolla su acción en la ciudad de Lumberton, un lugar, aparentemente idílico, que guarda claras semejanzas con ese americanismo amable que destilan las poblaciones recreadas en Twin Peaks, Una historia verdadera o Mulholland Drive. La belleza del planeta Caladán llevada a los terrenos de la urbe convencional, pero concebida como máscara tras la que acecha ese reverso tenebroso que era Giedi Primero. La sensación de ocultación, de mundos dentro de mundos (un tema ampliamente desarrollado en Twin Peaks) está presente desde esos títulos, acompañados por la sinuosa música compuesta por Angelo Badalamenti, sobre una ondulante cortina de terciopelo azul. Las cortinas van a ser, a partir de este momento, un icono del universo Lynch, presentes en Twin Peaks (las famosas cortinas rojas que hay que traspasar para acceder a la Casa Blanca y la Casa Negra) o Carretera perdida (esas cortinas negras que no nos permiten ver qué hay más allá). La cortina es, en el cine de Lynch, barrera que oculta ese otro lado, pero barrera fácil de traspasar, que casi invita a hacerlo. Tal y como Andrés Hispano señaló, “sería un espejo para Alicia o un muro de agua para el Orfeo de Cocteau.” (3) Esta es la gran idea que subyace a lo largo de todo el metraje, desde ese inicio perturbador en el que somos testigos de que el entorno idílico de Lumberton alberga bajo la epidermis una salvaje naturaleza insectívora. El orden conviviendo con la pasión en un mismo ámbito. Dos mundos antagónicos pero no incompatibles, más bien complementarios, que pueden ser entendidos como alegoría de la dualidad de toda persona. Si en Dune era evidente el enfrentamiento entre orden y caos, entre bien y mal, en Terciopelo azul la frontera se desdibuja. El gran tema de la película es el de la iniciación de Jeffrey Beaumont, alter ego del espectador desde ese momento en el que espía a Dorothy a través de la rendija del armario. Todo aquello que el espectador va conociendo en Terciopelo azul es lo mismo que Jeffrey va descubriendo, tal que en la ya citada James Stewart en "La ventana indiscreta" de Alfred HitchcokLa ventana indiscreta de Hitchcok. Como suele ser habitual en su cine, Lynch no adopta la postura de narrador omnisciente (obsérvese el evidente paralelismo con los recursos narrativos del gran mago del suspense). Desde Cabeza borradora, casi siempre presenta la realidad fragmentada, vista bajo la parcial perspectiva de algún personaje. Así, la cinematografía de David Lynch constituye un cosmos de ocultación, quien busque evidencia y explicación, claridades diáfanas, deberá quizás recurrir a otras cinematografías menos incómodas, quizás menos fascinantes. Tal y como el mismo David Lynch ha declarado: “Si aceptamos que la vida es extraña, ¿por qué no aceptar que también el cine puede serlo?” (4)

Tras encontrar una oreja amputada en mitad de un bosque (obsérvese la presencia que lo folklórico tiene en la trama) Jeffrey se siente fatalmente atraído por el misterio que, sin duda, hay detrás de tan morboso hallazgo. No estamos ante un ciudadano modelo que se limita a entregar la huella del delito a la policía, estamos ante alguien que quiere traspasar el límite y que nos invita a que lo acompañemos en su descenso a los infiernos de Lumberton. Repárese en esas tijeras que cortan la cinta que impide el paso a la zona investigada por la policía, en primer plano; el famoso “No pasar” que Orson Welles tampoco respetó en Ciudadano Kane. Este sutil momento abre las puertas de lo desconocido, la cámara traspasa el espejo de Alicia, acompañamos a Jeffrey a ese otro lado en el que va a dejar parte de sí mismo, descubriendo a ese otro Jeffrey que siempre lo ha acompañado, ese fuego que siempre ha caminado a su lado.

Si la cinta cortada es el umbral más cercano a nuestro mundo, la puerta del armario, en el apartamento de Dorothy Vallens es el umbral más alejado, esa parte del espejo que tan solo se ve desde el otro lado (como el envés de la puerta entornada en Fuego camina conmigo, que Laura Palmer traspasará adentrándose en los terribles misterios de un cuadro mágico e inquietante). Jeffrey va a entrar (y nosotros con él) a esa zona de Lumberton prohibida y oculta. “Jeffrey, contaminado por sus deseos, no está ya de manera unívoca en el mundo perfecto que él cree, de la misma manera que Frank, consciente y violento transgresor, gobierna una pandilla de descastados que demuestran en sus correrías más capacidad para disfrutar la vida de la que muestra la gélida Sandy, o el resto de ciudadanos de bien.

Kyle McLachlan, Patrick Stewart y Sting en "Dune"Frank y los suyos, a diferencia de los Harkonnen de Dune, no son un grupo perverso en un sentido plano ni absoluto, y Jeffrey, lejos de la fría seguridad de Paul Atreides, sufre convulsiones al descubrir que disfruta algunas de las cosas que considera propias de un pervertido. Todos, en Blue velvet, están contaminados de su opuesto, en el sentido que Dorothy dice ser portadora de la enfermedad de Jeffrey: Están embarazados de su contrario.” (5)

Dorothy Vallens puede ser entendida como una víctima del cruel mundo de Frank, pero, al igual que ocurre con la Laura Palmer de Twin Peaks, tras su fachada conmovedora alberga la mujer fatal alrededor de la cual giran las pasiones. Dorothy Vallens goza, no tan secretamente como algunos han querido ver, de la crueldad que la envuelve, y no duda en despertar el fuego de Jeffrey Beaumont, quien va a sufrir un proceso de identificación con su doble, con su opuesto, con Frank Booth.

El uso del formato “scope” (Lynch se sirvió para rodar Terciopelo azul de unas nuevas lentes que conseguían abarcar mucho más campo sin desvirtuar los extremos) le permitió unos interesantes encuadres en la escena del apaleamiento. Jeffrey queda frente a Frank tal que si éste fuera una imagen reflejada en un espejo. Poco después, el capítulo piloto de Twin Peaks, comenzaría con Josie Packard contemplándose en el espejo, insinuando que en su interior alberga aspectos insólitos que permanecen ocultos. Más explícita resultaba la imagen de Bob, reflejo del otro yo de Leland Palmer, del otro yo del agente Cooper o de la propia Laura Palmer en Fuego camina conmigo (aunque como veremos, su interpretación supone una interesante variación conceptual con respecto al tema del doble tratado por Lynch hasta el momento). Aún va más allá el personaje de Pete en Carretera perdida, que no se limita a ser reflejo de Bill Pulman sino que sustituye, no solo en alma sino también en cuerpo, al mismo. Desde la alegoría sugerida por el uso del encuadre en Terciopelo azul hasta la evidencia inverosímil de Carretera perdida, el alter ego tiene una incuestionable importancia en la cinematografía de Lynch. El tema, como veremos, aparece ya en El hombre elefante, si bien es en Terciopelo azul donde se consolida y enriquece como constante. Lo que posiblemente subyace es la idea de una búsqueda, quizás no controlada, de la propia identidad. La vida entendida como viaje inseguro, en busca de la formación de la persona, de la máscara que más nos plazca, de los rasgos que nos distingan por oposición a aquellos de los que nos vamos desprendiendo. El yo entendido como proceso de transformación constante guiado por impulsos propios o circunstancias ajenas (la inesperada paternidad de Henry en Cabeza borradora, la profecía que condiciona la naturaleza mesiánica de Paul Atreides, el empeño del doctor Travis por hacer que John Merrick se crea un ser humano convencional, la fascinante sensualidad de Dorothy Vallens en Terciopelo azul, la infidelidad de Renee Madison en Carretera perdida o incluso la inquietante posibilidad de la posesión diabólica insinuada en Twin Peaks y Fuego camina conmigo).

Estaríamos ante una curiosa utilización del fatum de la tragedia clásica. Nuestro destino regido por fuerzas que no controlamos antes que por un uso inadecuado del libre albedrío, si bien, como suele ser habitual en el cine de Lynch, siempre existe otra posible interpretación (al fin y al cabo, puede haber quien opine que los personajes del universo Lynch gozan de libertad para elegir, y quizás en esa ambigüedad radique parte de la grandeza y actualidad de su obra). Si bien algunos casos resultan incuestionables (Paul Atreides es mesiánico por designio profético y el lamentable estado de John Merrick le impide obrar por voluntad propia), otros invitan, como digo, a lecturas diferentes (al fin y al cabo, Jeffrey Beaumont decide traspasar el umbral por voluntad propia, al igual que el protagonista de Una historia verdadera decide emprender el largo viaje montado en su cortadora de césped). Casos como el de Laura Palmer, Fred Madison o la Betty de Mullholland Drive entran por pleno derecho en el terreno de la ambigüedad.

Personalmente, opino que la atmósfera de irrealidad, de sueño o pesadilla que envuelve buena parte de la filmografía del director condiciona el comportamiento de sus personajes, por lo que estos no terminan de ser dueños de sí mismos. El periplo vital de Jeffrey Beaumont se antoja un sueño marcado en la narración por esa cámara que entra y sale del interior de un oído. Frank, Dorothy o el Hombre Amarillo, posiblemente, tan solo existan en su imaginación. Así, es posible que la personalidad de Jeffrey asuma rasgos nuevos sin la necesidad de extremas experiencias traumáticas. La formación no basada exclusivamente en la vivencia sino, como suele ser habitual, en otro tipo de aspectos cognoscitivos mucho más cómodos y seguros. ¿Un sueño o la especulación en Terciopelo azul? ¿Una obra de teatro en El hombre elefante? También podemos interpretar que sueño es todo aquello que vemos en Cabeza borradora. Henry vive la película desde la traumática experiencia de la locura, al igual que años después va a ocurrir en Carretera perdida. Lo que contemplamos es un reflejo de la realidad condicionado por una personalidad disgregada, corrupta, perdida en el infierno de la demencia. Bill Pullman en "Carretera perdida"Tanto Cabeza borradora como Carretera perdida están contadas desde la perspectiva del protagonista, al igual que ocurre en Terciopelo azul o Una historia verdadera, pero Jeffrey Beaumont o Alvin Straight sí que permanecen en un el ámbito de la razón. Sus egos evolucionan según cauces de normalidad, no quedan disgregados, perdidos en la noche, como lo está John Merrick en el interior de su cuerpo deforme. Así las cosas, en el cine de David Lynch resulta incuestionable la experiencia como resorte para la progresión de la personalidad, es, sin duda, aquello que facilita la aparición del otro yo. Éste puede adaptarse al individuo, contribuyendo a su desarrollo, o disgregarlo, incluso llegando a eliminarlo por completo, tal y como parece sugerido en Fuego camina conmigo, Carretera perdida o Mulholland Drive, ¿acaso también, aunque de distinta manera, en Dune o incluso El hombre elefante? Pero, como digo, no creo que siempre sea un resorte buscado por los personajes, quizás Lynch se sirva de éstos para plasmar sus propios miedos e inquietudes; el autor enmascarado tras el protagonista, actuando éste como alter ego del propio Lynch.

El enmascaramiento de David Lynch tras algunos de sus más célebres personajes es un juego conocido por los aficionados a su obra, dado que él mismo lo ha sugerido en alguna que otra ocasión. Célebre es la impresión que el pulcro aspecto y discretas maneras de Lynch causaron en Mel Brooks, quien, tras ver Cabeza borradora, esperaba encontrarse con un joven trasgresor que, sin embargo, se parecía, sospechosamente, a James Stewart. Algunos de los profesionales que han trabajado con David Lynch han señalado su elegancia en el vestir y su comedida, en ocasiones arcaica, manera de hablar. Así, el Jeffrey Beaumont de Terciopelo azul ha sido señalado como alter ego del director, tal que el inmaculado agente Cooper de Twin Peaks. A diferencia de lo que ocurre con otros artistas, la imagen personal de Lynch se aparta radicalmente de lo bizarro y de lo provocativo. Si bien su cine ha llegado a contar con la estimable colaboración de artistaKyle McLachlan y Michael Ontkean en "Twin Peaks"s como David Bowie, el grupo Rammstein, Trent Renzor o incluso Marilyn Manson, algunos de sus aspectos más atractivos proceden de una visión del mundo no ya convencional sino casi cursi, siendo éste un aspecto en el que no se suele reparar. El envoltorio artístico, la impecable factura audiovisual puede llegar a despistar. Bajo la estética subyace una ética de lo más convencional. Jeffrey Beaumont o el agente Cooper son figuras conservadoras que observan un abismo de horror. Pero el espanto quizás no esté en ese pozo sombrío, sino en la mirada de quien se asoma al mismo. El pecado no radica en el acto sino en la perspectiva. ¿Y cómo se genera el infierno en el cine de David Lynch? A través del miedo a aspectos o placeres de la vida a los que otros directores se han acercado de una manera radicalmente distinta, mucho más natural. ¿Cómo hubiera rodado Tinto Brass Terciopelo azul? ¿Qué visión hubiera tenido Luis Buñuel de ese camino de perdición que Laura Palmer inicia en Fuego camina conmigo? ¿Hubiera supuesto la infidelidad de Renee, en Carretera perdida, un viaje sin retorno para Fred Madison, a la locura absoluta, si la película hubiera sido dirigida por Pedro Almodóvar?

Desde una de sus primeras obras, The alphabet, David Lynch observa con miedo casi infantil algunos de los aspectos más naturales del mundo adulto. De ahí que el tema de la iniciación sea tan importante en su cine y de ahí que todas sus películas puedan ser interpretadas como la historia de un niño que muere en cuanto deja atrás su adolescencia. En la onírica The alphabet, una niña, tras recitar la canción con la que los anglosajones aprenden el alfabeto, expulsa un nauseabundo borbotón de sangre por su boca y muere. ¿Toda una declaración, embrionaria, de intenciones que a posteriori Lynch iría desarrollando en su cine?

Patricia Arquette en "Carretera perdida"El sexo, en el cine de Lynch, es un elemento absolutamente perturbador. La perspectiva con la que la pulsión sexual es contemplada en Terciopelo azul o Fuego camina conmigo es casi idéntica a la planteada por los postulados eclesiásticos más ortodoxos. El sexo concebido como horror y como pecado que puede llevar a la perdición total. El descenso a los infiernos de Laura Palmer se sustenta en elementos escandalosos para las mentes más puritanas pero que, sin duda, contemplados por otros directores, no tendrían ese hálito satánico que sí tiene para David Lynch. No nos engañemos, al fin y al cabo, resulta evidente la utilización en Fuego camina conmigo de la iconografía religiosa más tradicional para contrastar lo bueno de lo malo. Si bien en Terciopelo azul Lynch prescinde de estos usos iconográficos, resulta obvia la insania perversa del juego sadomasoquista entre Frank y Dorothy. Jeffrey Beaumont, alter ego de Lynch, descubre el horror (una sofisticada relación sexual) a través de las rendijas del armario. El juego de constante misterio y ocultación que articula el discurso de la película es una original manera de demonizar hábitos no tan condenables desde un punto de vista ético algo más complejo, menos ramplón. Sin embargo, una visión conceptualmente diferente de la vida y sus pulsiones no funcionaría tan bien a nivel cinematográfico, y Lynch es antes un creador de atmósferas audiovisuales que de complejidades temáticas. ¿Qué desencadena ese extraño viaje al horror en Carretera perdida? Una infidelidad, quizás provocada por un problema de insatisfacción sexual. Una mancha en la sacra institución de un matrimonio que parece incapaz de reflexionar. Fred Madison opta por el asesinato la locura, aunque, mejor así, pues, en caso contrario, no estaríamos ante una película de Lynch.

 

Espejo en el tiempo

Dennis Hopper e Isabella Rossellini en "Terciopelo azul"Terciopelo azul obtuvo el premio del Festival de Cine Fantástico de Sitges. Para un chaval aficionado al cine de género como yo lo era en aquel entonces aquello era todo un acontecimiento. Al tipo que había hecho Dune le habían dado el premio en el mismo festival que el año anterior había premiado a la sin par Re-animator. Aquello había que verlo. A ver si la estrenaban pronto. En aquel entonces, algunas películas corrían mejor suerte en la distribución española que hoy en día (menos mal que los que somos impacientes podemos, gracias a Internet, anticiparnos a la demora de meses, años en ocasiones, que sufren algunos atractivos títulos) y Terciopelo azul no tardó en llegar a las pantallas de Zaragoza. Por los avances publicitarios, aquello no pintaba tan bien como otras películas que habían pasado por Sitges como El día de los muertos, Aliens o Lifeforce. Qué diantre, tenía todo el aspecto de ser un “thriller” o una peliculeja melodramática. Entonces, ¿cómo había ganado el gran premio en un festival especializado? Las críticas de la época (me estoy refiriendo a las del Fotogramas y a las del Dirigido por…, que eran las que un aficionado como yo leía con devoción) señalaban que David Lynch contemplaba la cotidianeidad desde una perspectiva de película de género, que Terciopelo azul era una película de terror sin monstruos, cine fantástico sin componentes maravillosos, por su forma antes que por su contenido. Algunos intelectuales parecían querer comenzar un proceso de reescritura de Historia del Cine, al amparo de esta novedosa obra (y de alguna en similar línea como el Inseparables de David Cronenberg o El cuarto hombre de Paul Verhoeven), de manera que uno descubría que los “westerns” de Sergio Leone no eran películas del oeste en sentido estricto y releía sin descanso las líneas que José María Latorre dedicaba a Federico Fellini en su polémico libro El cine fantástico. Es decir, que al final, los más puristas iban a tener que aguantarse pues, a este paso, hasta el cine de Vittorio de Sica iba a tener una posible lectura en clave de género. Quienes menospreciaban el fantástico como género menor (un hábito bastante extendido entre quienes creen ostentar el báculo de la alta cultura), quizás debido a una grave tara mental en aspectos fundamentales para todo ser humano, iban a acabar tirándose de los pelos (o arrancándose la calva) cuando sus adorados (y a veces infumables) iconos fueran incluidos, de un día para otro, en el totum revolutum del fantastique (que es como algunos gustaban de llamar al género, a la francesa).

John Hurt y David Lynch en el rodaje de "El hombre elefante"El caso es que Terciopelo azul, en aquel entonces, era la película de moda, y yo, aspirante ha entendido (y eternamente aspirante, por cierto) tenía que estar a la altura de las modas. Así que, tras ir con la lección del Fotogramas bien aprendida, salí del cine diciendo aquello de que Terciopelo azul era una obra maestra por esto y por aquello, y con unas tremendas ganas de ver una película de David Lynch que yo no había visto aún (si bien recordaba su enigmático cartel, flamante en los porches del Paseo de la Independencia). En mi casa ya teníamos video desde hacía tiempo, pues mi padre siempre ha sido muy aficionado a este tipo de zarandajas electrónicas, y El hombre elefante era una de las películas más atractivas que por aquel entonces circulaban en el mercado, hoy ya extinto, del Betamax. El Lynch de Dune, el Lynch de esa obra maestra que era Terciopelo azul había conseguido con El hombre elefante un montón de nominaciones para nada más y nada menos que los Oscars, incluida la nominación a mejor película y mejor director. Aquello tenía que ser lo máximo.

Vista en los ochenta, El hombre elefante se degustaba como un lacrimógeno drama. La delicada piedad y cariño con la que algunos personajes tratan al deforme John Merrick contrasta con la humillación extrema a la que es sometido por otros, por lo que la película destila un conmovedor humanitarismo. El hombre elefante se aparta de la críptica narrativa de la ópera prima de Lynch (Cabeza borradora), y formalmente es todo un clasicista ejercicio de estilo impecablemente fotografiado, en blanco y negro, por Freddie Francis. Se ha dicho que El hombre elefante es una de las películas menos personales de David Lynch, en tanto en cuanto se ajusta a códigos propios del drama, ajenos a los perturbadores universos de Terciopelo azul, Carretera perdida o Mullholand Drive. Vista en su momento de estreno, hace ya más de veinte años y cuando David Lynch todavía no era el gran autor en el que se ha convertido, algunos aspectos de El hombre elefante quizás pasaran inadvertidos. Es decir, que estábamos ante una película de Lynch sin que el cine de Lynch todavía hubiera sido convenientemente definido y analizado. Por ello, vista la película hoy en día, ensamblada como una pieza más del complejo puzzle que es el universo cinematográfico iniciado con Cabeza borradora y concluido por el momento en Inland Empire, El hombre elefante invita a lecturas que hubieran resultado insólitas en su momento de estreno. Algunas de las constantes desarrolladas por David Lynch en sus películas ya estaban presentes, aunque pasaran desapercibidas, en este su segundo largometraje. Como vengo diciendo, bajo la nueva óptica facilitada por el paso del tiempo y el conocimiento total de su obra hasta el momento, podemos ver El hombre elefante desde una perspectiva distinta, perfectamente coherente con el resto de su filmografía y el código personal del artista. Un inteligente juego, casi de prestidigitación, en el que la obra posterior de un creador otorga claves interpretativas para actualizar lo que en su momento fue un clásico inmediato. En este sentido, no estamos ante una de las películas más convencionales y sencillas de Lynch, antes al contrario. Así las cosas, El hombre elefanteEl hombre elefante puede entenderse como un espejo en el tiempo, en donde van a reflejarse algunos elementos anteriores, pero sobre todo posteriores, que cohesionan una obra coherente consigo misma. Tan singular aspecto fue tratado en un bonito artículo, que ya he citado previamente, en el reciente libro editado por el Festival de Sitges para celebrar el aniversario de Terciopelo azul: Universo Lynch. El artículo, de Nuria Vidal, entiende la obra de Lynch como un juego de espejos, de manera que unos planos son reflejo de otros, lo cual da lugar a Vidal para hablar de un invisible hilo azul que recorre toda la obra del cineasta. ¿Acaso esa negra inmensidad del espacio en Cabeza borradora no coincide con el primer plano de El hombre elefante? ¿Y ese hermoso rostro de la madre de Merryck, fundiéndose con el oscuro cielo estrellado, y ese final en el que, de nuevo, volvemos a contemplar la inmensidad del universo no es un enlace perfecto con el inicio de Dune? ¿Acaso la princesa Ireland no funde su rostro con la estrellada galaxia mientras comienza la narración, con su dulce voz? ¿No será esta voz reflejo de la que oímos al terminar El hombre elefante? Más que fruto del azar, creo que la autorreferencia obedece a premeditación. Lynch es perfectamente consciente de este juego que hace de su obra un todo, de hecho, en algunos momentos puntuales de su filmografía, el director gusta de bromear sobre su propio cine entendido como juego de claves interpretativas: repárese en la escena de la prima de Gordon Cole (personaje interpretado por el propio cineasta) en Fuego camina conmigo.

Dicho esto, el cine de Lynch se enriquece con cada nueva aportación, no solo por lo que de novedad supone, sino por ese proceso de reinterpretación al que invita. Si cineastas como George Lucas vuelven sobre la misma historia para aportar aspectos que vayan despejando algunas incógnitas de la trama o dando soluciones sobre las que se había especulado, Lynch aporta informaciones novedosas sin necesidad de retornar sobre historias ya desarrolladas, si exceptuamos el singular caso de Fuego camina conmigo, precuela cinematográfica de la serie de televisión Twin Peaks.

El hombre elefante comienza introduciendo uno de los motivos más interesantes de la película, si bien quizás pasara desapercibido en el momento de su estreno: La mujer entendida como símbolo de belleza que conduce a la obsesión y a la fatalidad. El motivo, que ya estaba presente en Cabeza borradora (tres mujeres condicionan, fundamentalmente, la pesadillesca experiencia de Henry), va a volver a tener su lugar en Terciopelo azul (Dorothy Vallens es la mujer fatal que arrastra hacia la perdición a Frank y Jeffrey), Twin Peaks (Laura Palmer es atracción fatal para buena parte de la población del lugar) y Carretera perdida (Renee será el motivo principal de la pérdida de cordura de Fred Madison). Los primeros y enigmáticos planos de El hombre elefante (herederos de la estética de pesadilla industrial de su película anterior) los dedica Lynch a la madre de John Merrick, una hermosa mujer por la que, a lo largo de todo el metraje, éste se sentirá faltalmente atraído. La señora Kendall y la esposa del doctor Treves funcionarán además como dobles de la madre de Merrick, potenciando el proceso de cambio que Merrick sufre en la película (al igual que en el caso de Henry, tres serán también las mujeres que tentarán a John).

El hijo deforme de "Cabeza borradora"Al igual que ocurre en Cabeza borradora, una mujer hermosa alumbra un hijo de una deformidad extrema. Estamos ante una de las primeras coincidencia temáticas, todo un juego de reflejos, planteada por Lynch. El carácter pesadillesco del comienzo insinúa una violación imposible, la de una mujer por parte de un elefante. El sexo contemplado desde ese marco de temor del que Lynch hará gala en otros títulos de su filmografía (en su ópera prima, el motivo quedaba tan solo sugerido en tanto en cuanto el hijo deforme de Henry es fruto de sus relaciones, no mostradas, con su amante).

Tras las escenas oníricas de Cabeza borradora, Lynch presentaba a Henry. De la misma manera presenta a uno de los protagonistas de El hombre elefante: el doctor Treves. Girándose sobre sí mismo, muestra su rostro al espectador y centra su atención en un cartel que evoca la cinta de protección que impide el paso en Terciopelo azul: “Prohibida la entrada.” La puerta en cuestión está cubierta por una cortina (símbolo, como ya he advertido antes, que en el cine de Lynch sirve para separar mundos diferentes). Como era de esperar, Treves decide penetrar en el lugar, atravesar ese espejo que lo conducirá a un mundo por el que siente atracción. ¿Por qué el doctor Treves está tan empeñado, desde el comienzo de la película, en desvelar que es lo que se oculta en el corazón de esa feria de horrores con la que, apriorísticamente, nada tiene que ver? Caso muy similar al de la insana curiosidad que siente Jeffrey Beaumont por desvelar el misterio que se oculta tras la oreja amputada, lo cual acabará conduciéndolo al descubrimiento de su otro yo, tal y como le ocurrirá a Treves en El hombre elefante. Lo mismo ocurrirá en Carretera perdida con el motivo de las cintas de video, enigma que Fred Madison quiere desentrañar y lo enfrentará cara a cara con ese otro yo que alberga en su interior, el cruel asesino de su esposa.

Estructuralmente, al igual que ocurre en Terciopelo azul, Treves no descubre aquello que busca en una primera ocasión (la policía, al igual que le ocurre a Jeffrey, se lo impide). Deberemos esperar a una segunda incursión, que ha lugar al margen de la legalidad, para que Treves se encuentre frente a frente con el objeto de sus desvelos: el deforme John Merrick, que es exhibido por Bytes en una infecta barraca de feria.

Fuego camina conmigoEntre ambos actos, una gráfica escena de intervención quirúrgica que parece anticipar algunos de los más impactantes momentos de la cinematografía lynchiana posterior: la extraña cura a la que el barón Harkonnen es sometido o la autopsia sufrida por el cadáver de Laura Palmer en Twin Peaks y Teresa Banks en Fuego camina conmigo (tampoco hemos de olvidar la incómoda escena en la que Jeffrey va a visitar a su padre al hospital en Terciopelo azul). Resulta sintomática la inesperada aparición de un extraño niño, de tez pálida y cuidados modales, que interrumpe las maniobras del doctor para pronunciar unas palabras que intrigan al espectador: “Discúlpeme, señor Treves. Le encontré.” A la luz de su obra posterior, este niño se antoja uno de los misteriosos enviados del “otro lado”, tan frecuentes en la cinematografía de Lynch a partir de Twin Peaks. De esta manera, el personaje de John Merrick entraría de lleno en el resbaladizo terreno de la ambigüedad: ¿Persona deforme o criatura fantástica perdida en nuestro mundo?

La segunda incursión de Treves en los oscuros senderos de los barracones de feria está rodada siguiendo los parámetros propios del cine de terror. Treves se acercará a solas hasta el lugar, tenebrosamente fotografiado por Freddie Francis. Los encuadres contribuyen a dotar de una creciente inquietud a esta magnífica escena, con algún acertadísimo “travelling” de seguimiento (al igual que ocurre en Terciopelo azul, el espectador se acerca al corazón del misterio a la par que el personaje) subrayado por una música intrigante. Finalmente, Bytes mostrará a Treves aquello que está buscando. El feriante descorre unas opacas cortinas (el mismo motivo, una vez más) y el rostro de Treves, fascinado, deja caer una lágrima. Quizás este plano, uno de los más recordados de la película, unifique las dos claves de lectura del film. En efecto, El hombre elefante puede contemplarse como un conmovedor drama sobre la desgracia humana y la piedad, pero también se presta a ser interpretada como un interesante discurso, más acorde con el resto de la filmografía de Lynch, sobre la fascinación por el horror, la dualidad del individuo o el mundo como representación. Indudablemente, estos temas quedarán ligados a otros como el de la mujer fatal o el del espejo y sus variadas funciones. Esta intención dual, también presente en Terciopelo azul (que puede contemplarse como una película policíaca, sin aura fantástica alguna) es fuertemente remarcada en Twin Peaks, dado que algunas de sus escenas son una inteligente mezcla de drama y comedia, por lo que el espectador puede optar por una u otra opción o, por qué no, degustar las dos al mismo tiempo. Resulta sintomática la escena en la que Leland Palmer se arroja a llorar sobre el féretro de Laura Palmer. Mientras pronuncia su nombre, el mecanismo se atasca y el féretro, con Leland tumbado sobre el mismo, comienza a subir y a bajar. Drama y comedia indisolublemente unidos.

Anthony Hopkins en "El hombre elefante"Treves decide pagar unas monedas a Bytes para que éste permita a John ir al London Hospital, dado que el doctor desea examinar de cerca su descubrimiento. La escena se cierra con unas sintomáticas palabras que Bytes dedica a Treves: “Nosotros nos entendemos bien. Esto es más que una simple transacción. Nos entendemos perfectamente, amigo mío.” Es la primera vez en la que descubriremos rostros ocultos tras la máscara de humanitarismo de Treves. Bytes entiende perfectamente al doctor dado que éste es su alter ego. Si Bytes utiliza a Merrick para exponerlo y saciar la morbosa curiosidad de las clases populares, los fines de Treves resultarán muy similares, si bien será la alta sociedad la que ahora disfrute de la monstruosa presencia, sumiendo a John Merrick en un sueño quizás mucho más esperpéntico que su tremenda situación real. No será la primera vez que intuyamos la dualidad de Treves, pues, de hecho, es uno de los grandes temas de la película. En una de sus más tensas escenas, Bytes acude al London Hospital en busca de John Merrick, lo cual provoca un violento enfrentamiento con Treves. Bytes acusa al doctor con palabras muy claras: “¿Es que usted es mejor que yo? Usted lo quiere para mostrarlo a esos médicos amigos suyos, para darse importancia (…)” Lynch encuadra a los dos personajes frente a frente, como si uno fuera reflejo del otro (recuérdese el uso similar del "scope" en Terciopelo azul). En efecto, Bytes no se desvía mucho de la realidad al acusar a Treves de hipocresía. En otra de las más recordadas escenas de la película, Treves exhibe en la facultad de anatomía el cuerpo deforme de John Merrick ante un auditorio de colegas. En los rostros de éstos se observa perfectamente la confortable sensación de saberse pertenecientes a un canon de normalidad. El otro como contraposición, como reflejo desesperado del que necesitamos para sentirnos felices; un acercamiento demoledor al melodramático tema de la piedad.

Antes de presentarlo ante la sociedad médica, Treves examina a John Merrick en su consulta del London Hospital: “¿Ha sido usted siempre como es ahora?”, le pregunta. Una vez más, el tema del doble aparece, si bien tiene aquí un matiz diferente al de los casos señalados. La pregunta, en primer lugar, anticipa uno de los elementos de progresión dramática de la película: El cambio que John Merrick, movido por las circunstancias, va a ir padeciendo a lo largo de la trama. Como veremos, Merrick, que parece asumir su condición de monstruo al principio de la película, terminará creyéndose incluso un auténtico galán. El tema del cambio, tan obvio en Terciopelo azul, Carretera perdida o Mullholand drive, ya está marcadamente presente en El hombre elefante. El yo que evoluciona, posiblemente hacia peligrosos terrenos. Al fin y al cabo, John Merrick acabará renunciando a su condición, lo que provocará su muerte, la disgregación total de su persona, tal que años después ocurriría en Carretera perdida o Mullholand Drive. En segundo lugar, el doctor Treves quizás esté apelando al ser humano que John Merrick oculta tras su deforme fisonomía, como si en él hubiera dos naturalezas (recordemos la naturaleza doble de Leland Palmer en Twin Peaks o de Fred Madison en Carretera perdida, la idea inquietante de una persona que contiene a otra).

En cualquier caso, Treves se aproxima a Merrick, en su consulta, con morbosa curiosidad. David Lynch prescinde de mostrar el examen que, en la privacidad, realiza, si bien, dada la expresión lograda por Anthony Hopkins, no cabe duda de que su deseo de conocimiento tiene más de un punto en común con el deseo de conocimiento de Jeffrey Beaumont.

El hombre elefanteUna vez Treves ha introducido a Merrick en el hospital, provocando la extrañeza del personal, Lynch aprovechará para subrayar el ansia de normalidad que posiblemente subyazca en el monstruo. En la intimidad de su habitación, Merrick contempla el hermoso retrato de su madre. Una mujer hermosa y dulce que, años después, a la luz de la función inquietante que el retrato de Laura Palmer adquiere en Twin Peaks, puede ser contemplada desde una óptica menos inocente. Al fin y al cabo, el retrato de la madre de Merrick filia al hijo con la belleza y la normalidad, constituyendo toda una tentación en la que el monstruo terminará cayendo, motivado por otros elementos: Trevis, Carl Gomm y, sobre todo, Kendal, una actriz que puede entenderse como alter ego de la propia madre de Merrick y como sutil mujer fatal de la película. Así las cosas, Bytes o Sony se antojan como personajes mucho más sensatos y menos peligrosos para la integridad de Merrick que el propio doctor. Sony en ningún momento asume que John Merrick sea un ser humano normal. Entiende que es extraordinariamente diferente aunque, en cierta manera, su primer acercamiento al monstruo es mucho más cotidiano y convencional que el de Treves: “Caramba. Éste es el hombre elefante. Oye, ¿qué fue lo que te sucedió?” Sony llega a ofrecerle un trago de güisqui y, al ver que Merrick no le contesta, le recomienda, bromeando, ser más sociable. Quizás este trato de tú a tú obedezca a que Sony intuya su mayor cercanía a la deformidad de Merrick que a la elitista normalidad de la que Trevis hace gala. De hecho, las pretensiones de Trevis pueden resultar igual de extrañas y humillantes que las de Sony. Lynch retrata con cierta sorna a la burguesía del momento, que es, en el fondo, la auténtica causante del horror (de ahí esa constante cantidad de planos que Lynch dedica al ámbito industrial como nueva pesadilla del ser humano). Así, en uno de los momentos claves de la película, Sony se enfrentará a Treves, gritándole: “¡Usted es el monstruo, usted es el anormal!” En efecto, a lo largo del metraje, Treves llega a sospechar si, en el fondo, él no es otro monstruo más, llega a intuir esa naturaleza dual de la que Sony le acusa: “Estoy empezando a creer que el señor Bytes y yo nos parecemos mucho. Soy un hombre bueno o tal vez un malvado.”

En El hombre elefante, desde que Merrick cae en manos de Treves todo se va preparando para anular su personalidad, cambiar su naturaleza y hacer que viva un sueño que terminará en esa eterna prolongación que es la muerte. Tan solo Sony y Bytes, en momentos puntuales de la trama, vuelven a recordarle a Merrick quién es.

El sacrificio de Merrick queda ya insinuado en una de las primeras escenas de la película, si la analizamos a la luz de uno de los primeros cortometrajes de Lynch: The alphabet. Como ya hemos indicado anteriormente, The alphabet introduce uno de los motivos del cine de Lynch, el miedo al conocimiento, dado que todo proceso de iniciación implica dejar atrás el marco de seguridad y enfrentarse a lo novedoso, es decir, aprender. El dominio de la lengua es uno de las competencias claves para adquirir conocimiento, lo cual provoca progresión y, lógicamente, cambio en el individuo. Como ya he indicado, en The alphabet, tras recitar el alfabeto, una niña muere en su cama, vomitando un reguero de sangre. En El hombre elefante, Treves insiste en la importancia de que Merrick hable: “Quiero oírle hablar. Demostraremos que usted no es inaccesible.” Finalmente, tras mucha insistencia, Merrick, recostado en su lecho, tal que la niña de The alphabet, pronuncia una serie de palabras que recuerdan a una primera clase de lengua extranjera: “Hola, me llamo John Merrick.” Va a comenzar aquí el proceso de iniciación de John Merrick, que acabará destruyendo tanto su personalidad como su persona. Merrick, al igual que la Betty Elms de Mulholland Drive o la Laura Palmer de Fuego camina conmigo va a descubrir un nuevo mundo que acabará disgregando su yo. Si Betty Ems o Laura Palmer son personas de este lado del espejo que penetran en ese ámbito fantástico que conoció la Alicia de Carroll, Merrick, por su condición fenoménica, es un ser del otro lado que ha venido a parar a éste. Es un proceso invertido, aunque de simétricos resultados. Laura Elena Harring y Naomi Watts en "Mulholland Drive"Si Betty Elms o Laura Palmer no pueden adaptarse a las extrañas normas que rigen el mundo al que han llegado, tampoco Merrick está capacitado para asumir nuestras leyes y costumbres. En todos los casos, el yo evoluciona hacia la disgregación total, la muerte.

Desde el momento en el que Carr Gomm visita a Merrick para aceptar o no su permanencia en el hospital descubriremos que la vida de John va a ser una serie constante de falacias, un carrusel de espejismos. La entrevista con Gomm ha sido preparada previamente por Treves. Como si de una obra de teatro se tratara, Merrick conoce las respuestas, si bien, debido al miedo que atenaza a John y a su falta de costumbre para desenvolverse en entornos cotidianos Carr Gomm descubre el engaño. A pesar de ello, Merrick, que desesperado comienza a citar un pasaje de la Biblia, es aceptado como paciente del London Hospital.

Curiosamente, la siguiente escena de la película está ambientada en un teatro. Lynch nos presenta a Kendal, la sutil mujer fatal de El hombre elefante, impresionada ante las noticias que el periódico da al respecto de las actitudes de Merrick, totalmente exageradas. La mentira y la impostura como elementos que preparan el terreno para el sueño en el que Merrick se va a hundir.

Para mejorar su calidad de vida, Treves dispone una cuidada habitación privada en el hospital, instruyendo convenientemente a las enfermeras sobre la necesidad de que no tiene que entrar en él ningún espejo. Evidentemente, parece que Treves es consciente del experimento al que va a someter a John, dado que supone que la presencia del espejo descompondría la imagen que desea que Merrick se haga de sí mismo, al reflejar su verdadera naturaleza. Las enfermeras entran también a formar parte del juego, dado que, a pesar de sus observaciones acerca de lo horrible que es Merrick, alaban su aspecto en cuanto éste llega a la habitación, vestido con un elegante traje: “¡Qué buen aspecto tiene con su nuevo traje!”

Una vez a solas, Merrick se acomoda en una silla. Sus modales nada tienen que ver con los del inicio de la película. Está comenzando a creerse otro, a asumir ese marco de ficción que Treves ha preparado para él, lo cual seguirá potenciando en la siguiente escena, cuando lleva a Merrick a su propia casa y lo presenta a su mujer, como si de un nuevo y convencional amigo se tratara. La esposa juega muy bien su papel, si bien, en un momento dado, llevada por la pena o por la delirante y absurda situación, nerviosa, rompe a llorar.

En la casa de Treves, Merrick repara en los retratos que reposan sobre la chimenea. Cautivado por la belleza de los rostros, pide verlos. Los compara con el de su propia madre, diciendo que tenía el rostro de un ángel y añadiendo: “Yo debí ser una gran decepción para ella.” La esposa de Treves se apresura a decir: “No, señor Merrick, no. Un hijo tan encantador como usted no puede ser una decepción.” Indudablemente, la esposa de Merrick contribuye con sus palabras al imparable proceso de teatralizar la vida del deforme John. Los retratos, al igual que va a ocurrir en Twin Peaks son puertas a otras realidades. La belleza de la madre de John quizás sea el único elemento que posibilite la relación del monstruo con un entorno humano convencional, de ahí la obsesión de Merrick con el retrato de su madre.

Fuego camina conmigoEl hecho de que Merrick identifique el rostro de ésta con el de un ángel tampoco resulta gratuito. Ya hemos hablado antes de la posibilidad de que John proceda de ese otro mundo en el que Lynch va a adentrarse en algunas de sus más interesantes obras posteriores. En los minutos finales de Fuego camina conmigo un ángel aparece en la extraña habitación de las cortinas rojas para, posiblemente, redimir a la atormentada Laura Palmer. El ángel, en cuanto a creación divina, comienza y termina en sí mismo. Su perfección es gélida, como el estatismo de una foto. Así las cosas, la posibilidad de un hijo angelical, en cuanto no pertenece al ángel mismo, se antoja naturaleza desviada, si bien puede contener cierto reflejo de la pureza de la que procede. Su lamento, no obstante, será desatendido, su angustioso grito se perderá en el silencio de una foto incapaz de dar respuesta, tal y como ocurre en El hombre elefante (recuérdese al respecto la primera de las Elegías de Rilke). Merrick parece buscar constantemente respuestas en el hermoso retrato de su madre, sin encontrarlas, quizá por eso decida, finalmente, morir, en busca de una respuesta oculta en ese más allá del que procede, y al que Laura Palmer también llegará tras ser asesinada por su padre, tal y como vemos en la escena final de Fuego camina conmigo.

El retrato es un elemento en el que Lynch se centra más de lo que quizás sería necesario si estuviéramos ante un drama convencional. Llega a ser tan enigmático y perturbador como lo será el retrato de la Laura Palmer de Twin Peaks (si bien éste está relacionado con ángeles de naturaleza muy distinta). Ello, unido a las oníricas imágenes del comienzo, así como al extraño final de la película (absurdo para buena parte de la crítica y en el que después me centraré) contribuyen a dotar de inquietante ambigüedad al personaje. Insisto en el hecho de que Merrick puede ser interpretado como alguien absolutamente maravilloso, procedente del otro lado, por lo que la película entraría dentro de los parámetros de lo fantástico, al igual que el resto de su filmografía. Sea como sea, duda no cabe del gusto de Lynch por concebir la realidad bajo un prisma genérico, contemplar la cotidianeidad desde una perspectiva abiertamente fantástica, en ocasiones sutil (tal y como es el caso de Terciopelo azul), en ocasiones evidente (como ocurre en Cabeza borradora, Fuego camina conmigo o Mullholand Drive).

Tras tomar el té en la casa de Treves vamos a ver, por vez primera, uno de los elementos más interesantes de la película: los dos cuadros que Merrick tiene en su habitación, frente a su cama, y que contempla con la misma atención con la que mira el retrato de su madre. Dos cuadros va a haber también, frente a la cama, y colocados en idéntica posición, en Fuego camina conmigo. Para Laura Palmer, el cuadro va a tener una función de puerta a otro mundo, tal que el espejo de Alicia. Para John Merrick, el cuadro tiene una función idéntica, dado que en la última escena de la película, al imitar aquello que observa en el cuadro (un niño durmiendo) traspasará esa frontera que lo separa de su madre, del mundo, posiblemente angelical, del que llegó. Así las cosas, frente a lo que la crítica suele señalar, el poético final de El hombre elefante no resulta improcedente o absurdo. Como vengo diciendo, hemos de entender que la película no es un drama al uso. Lynch sabe llevar a su terreno material ajeno, posibilitando diversos niveles de lectura. Quizás intentara lo mismo en Dune aunque, debido a la naturaleza de superproducción de la película, los resultados fueron muy distintos; de ahí que Dune provoque extrañeza, como si fuera un producto explícitamente híbrido, que ni llega a ser cine de autor ni cine comercial. Ambos extremos se ensamblan en El hombre elefante con suavidad, posiblemente porque Lynch tuvo mucha más libertad artística. La misma que, quizás para resarcirse, De Laurentiis le concedió en Terciopelo azul.

Patricia Arquette en "Carretera perdida"El caso es que nada concluye tras la muerte de John en El hombre elefante. El rostro de su madre fundido con la noche estrellada y las evocadoras palabras que pronuncia (“Nada, nada morirá jamás. La corriente sigue su curso, la noche vuela ligera, el corazón palpita. Nada morirá”) nos sugieren una prolongación de la vida tras el último hálito. Esta idea, que parece haber molestado a algunos analistas del cine de Lynch, es frecuente en su cinematografía. La existencia de un más allá concebido según los cánones más tradicionales no solo del cine fantástico puro sino de incluso la religión resulta evidente en Twin Peaks o Fuego camina conmigo. Incluso la narración críptica de Mullholland Drive parece ser visualización de una posible vida fantasmal tras la muerte en tanto en cuanto descubrimos, en la parte final de la película, que Betty es el cadáver que yace, putrefacto, sobre la cama, en la oscuridad de una habitación. De manera similar tiende a analizarse Carretera perdida. Todo aquello que conforma la película es, posiblemente, una alucinación que Fred Madison sufre cuando es ejecutado, en la silla eléctrica, por el asesinato de Renee. Solo que Lynch, en ningún momento, muestra esta escena, lo cual sí hará en Mullholand Drive (en efecto, Betty se suicida ante la cámara, desesperada, con una pistola).

En algunas escenas de El hombre elefante, se insiste en el hecho de que Merrick desea poder dormir como una persona normal. Consciente de su naturaleza de monstruo (si duerme como aparece en el cuadro que cuelga de su habitación morirá asfixiado), finalmente decide hacerlo. Como hemos venido observando, varios son los elementos, facilitados por el doctor Treves, que tratan de negar su horrenda condición natural. Posiblemente, una de las escenas más claras al respecto (y perversas) es la de la entrevista con la señorita Kendal, una hermosa actriz, de sospechoso parecido con la madre de Merrick, que llega a besar al monstruo, complaciente, tras recitar junto a él unos fragmentos del Romeo y Julieta de Shakespeare: “¡Oh, señor Merrick, usted no es un hombre elefante, usted es Romeo”, le dice. Merrick llega así a perder su identidad, llega a creer que no es un ser espantoso. Hecho que será constatado en un momento posterior, en el que el Hombre Elefante recibe un neceser como regalo. Lynch nos brinda otra de las mejores escenas de la película: Merrick, peripuesto, como si de un galán se tratara, perfumándose y flirteando con la foto de Kendal. La ilusión se evaporará en cuanto Sony irrumpa en la habitación de Merrick, acompañado por una cuadrilla de truhanes, colocando un espejo ante John, mostrándole su imagen real, su yo verdadero. Por si aquello no fuera suficiente para hacer volver a Merrick a su sano juicio, Bytes, que es uno de los acompañantes de Sony, vuelve a llevarse al monstruo para exhibirlo por las ferias, como al principio de la película.

En las siguientes escenas de la película seremos testigos del trato humillante al que Merrick es sometido, lo cual llega a despertar la repulsa del público que acude a ver el espectáculo. Sin duda, ello se debe a que Merrick, tras haber conocido las delicias de ese mundo que le es prohibido por naturaleza, no acepta su condición. El monstruo ya no contribuye a que el espectáculo funcione. Bytes, ebrio y enfadado, encerrará al monstruo en una jaula de monos, tras insinuar su naturaleza de animal. Afortunadamente, John Merrick será liberado por el resto de fenómenos de feria del circo y conducido hasta el puerto, donde tomará un barco rumbo a Londres. A diferencia de lo que ocurría en el Freaks de Tod Browning, un título fundamental que sin duda Lynch tuvo presente a la hora de rodar estos momentos, la comunidad de monstruos no acoge a Merrick como uno de ellos. Su experiencia en la alta sociedad londinense ha variado su yo ostensiblemente. Así las cosas, no es un animal, ni un monstruo, es, tal y como dice tras ser acosado en la estación de Londres, un hombre.

La película está llegando a su fin. Treves acoge a Merrick en el hospital y, tras llevarlo al teatro (quizás sea en este ámbito donde repare Merrick en la mentira en la que se ha transformado su vida), una vez a solas en su habitación, decide suicidarse, quizás harto y confuso, sin conocerse a sí mismo, sumido en un pozo de desesperación, al igual que la Betty Elms de Mullholand Drive o el Leland Palmer de Twin Peaks. “Todo se ha acabado”, dice antes de acostarse como una persona normal, en busca de la muerte, de una respuesta que sin duda encuentra en ese otro lado desde el que posiblemente llegó a nuestro mundo.

Vista en video a mediados de los 80, disfruté El hombre elefante desde un muy distinto punto de vista. En aquel entonces, los aspectos dramáticos de la obra, por los que obtuvo sin duda un éxito de taquilla que Lynch no ha vuelto a conocer, eran mucho más evidentes que todo lo demás. Tras Dune y Terciopelo azul, El hombre elefante era Lynchiana por su gusto por lo bizarro, por aquella insistencia en el aspecto de pesadilla industrial de la sociedad inglesa (que tanto me recordaba a algunos planos de Dune), por el uso que hacía del mundo de los sueños (la pesadilla que John Merrick sufre en una escena de la película es antecedente explícito de ese momento ya clásico en el que la cámara se introduce en el interior de la oreja amputada en Terciopelo azul; en esta ocasión Lynch introduce la cámara a través de la abertura practicada en la máscara de Merrick para que éste pueda ver).

 

Cabezas borradoras y picos gemelos

¿Qué era lo siguiente que Lynch iba a rodar? ¡Caramba! Lynch dejaba el cine por la televisión. Tras Terciopelo azul, su nuevo proyecto evocaba, claramente, la función que el doble tenía en su obra: Twin Peaks. Sin embargo, antes de disfrutar, a través de Tele Cinco, de esta magnífica serie, descubrí, gracias a un viejo amigo, que David Lynch había rodado una película anterior a El hombre elefante. Su enigmático título: Cabeza borradora. Pero mucho más enigmáticas eran tanto su trama como algunas de las fotografías que pude descubrir en una vieja revista de cine que dedicaba un extenso artículo a la película. Con la curiosidad despierta, en aquel entonces no había eMule y, por supuesto, Cabeza borradora no había sido editada en video en España, tenía yo verdaderos quebraderos de cabeza para encontrar la solución que saciara mi curiosidad. Afortunadamente, no era el único fan con el que Lynch contaba en Zaragoza. El director estaba de moda y, sobre todo en ámbitos universitarios, ser Lynchiano debía de quedar muy bien. Así que, si mal no recuerdo, el Cine Club Cerbuna programó un pase de la película, y allá que fui junto a algunos amigos que también tenían un cierto interés por el genial director.

Con Cabeza borradora puede ocurrirnos como con El hombre elefante. A la luz de su filmografía posterior, consolidado ya el universo cinematográfico de David Lynch, que creo que hemos de entender como arte total, la película presenta aspectos que quizás no fueran claros en su momento de estreno, lo cual llevó a comparar la ópera prima de Lynch con Un perro andaluz de Luis Buñuel, si bien Lynch ha reconocido en más de una ocasión que, en aquel entonces, todavía no conocía la obra del cineasta aragonés. Sin embargo, no creo que la intencionalidad de la obra cinematográfica de Lynch se mueva en dirección similar a la de los surrealistas. No hemos de ver en Lynch un autor cercano a movimientos artísticos europeos. Estamos ante un cineasta meramente instintivo, que si bien viajó a Europa en su juventud, volvió rápidamente a su querida Norteamérica y, de hecho, sabemos que prefirió meterse en un cine del viejo continente a disfrutar de Sonrisas y lágrimas antes que empaparse de alta cultura. Las influencias de Lynch deben antes buscarse en el cine de Billy Wilder (como el propio Lynch ha dicho en alguna ocasión, El crepúsculo de los dioses es una de sus películas favoritas), Alfred Hitchcock (su gusto por los enigmas, el misterio y, evidentemente, la utilización del suspense) u Orson Welles (ya hemos apuntado alguna similitud de El hombre elefante y Terciopelo azul con Ciudadano Kane). Lynch también cita a Federico Fellini o Ingmar Bergman entre sus favoritos y resulta también factible la influencia del pintor Edward Hopper, quien supo captar esa atmósfera siniestra de lo cotidiano, así como de Norman Rockwell, quien supo ilustrar esa imagen idílica de los americanos que destilan algunas escenas de Terciopelo azul, Twin Peaks o Una historia verdadera.

Cabeza borradoraDesde un primer visionado, Cabeza borradora impacta y fascina. Es una experiencia única, hipnótica y angustiante. Una película de insana belleza que prefigura el perturbador universo de Lynch, pretendiendo despertar sensaciones en el espectador antes que explicarle una historia concreta. La película no se articula a través de una sucesión de hechos ordenados y coherentes, de una narración racional que seamos capaz de identificar y de cuyo lógico discurso se predique una respuesta conmovedora por parte del espectador. Sin embargo, a diferencia de juegos puramente surreales como Un perro andaluz, cada revisión de la película hace que su extrañeza nos resulte menor. Coincido plenamente con Andrés Hispano, quien opina que “la coherencia de sus elementos permite que, desaparecido el desconcierto del primer contacto, se nos revele la historia de una pobre pareja superada por una paternidad no deseada en un entorno cuya pieza más vulnerable son las personas. El delirio es la única herramienta liberadora que posee Henry para escapar.” (6) La mejor manera de acercarse a Cabeza borradora, al igual que ocurrirá más adelante con Carretera perdida o Mullholand Drive es la sensibilidad poética. Para disfrutar de algunas de las más apasionantes y originales películas de Lynch, lo mejor es no esperar los recursos artísticos más convencionales, dado que no los utiliza. El espectador debe estar abierto a un nuevo mundo de posibilidades, en donde importa más lo sensitivo que lo racional. Una imagen unida a un determinado sonido para despertar una determinada emoción. El mismo Andrés Hispano continúa describiendo así esa experiencia única que supone visionar Cabeza borradora: “Y me refugio en la poesía, porque es la manera más fácil de referir un lenguaje que llega a emocionarnos y al que no le exigimos lógica, sino precisión en su capacidad para describir y transmitir sentimientos o sensaciones. Lo que para la poesía es la palabra (en su riqueza semántica y/o fonética), para Lynch es la imagen.” (7)

Cabeza borradora transcurre en su integridad al otro lado del espejo, donde las leyes de la física y el tiempo son muy distintas. Lo que posiblemente fue un error de continuidad puede ser excusa perfecta para hablar de toda la película como si fuera un reflejo distorsionado de una realidad paupérrima, una visión generada a través de la locura en la que un desesperado Henry Spencer debe de estar sumido. Al comenzar la película, Henry pisa un charco, sin embargo, en una escena posterior, se secará el otro pie, como si fuera un reflejo en un espejo. Al margen de esta curiosidad, sí que resulta obvio que, a diferencia de lo que ocurrirá en El hombre elefante, Terciopelo azul o Twin Peaks, todo aquello que nos muestra la película transcurre en ese más allá que en estos otros títulos tan solo atisbamos de vez en cuando, o simplemente intuimos. Lynch volverá a centrar la acción en el otro lado en sus tres últimas películas: Carretera perdida, Mullholand Drive y la todavía inédita en España Inland Empire.

Tanto en Carretera perdida como en Mullholand Drive, la acción es resultado de una experiencia traumática que ha conducido al protagonista quién sabe si a la muerte o a la locura. Parece claro que la Betty Elms de Mullholand Drive sí que llega a suicidarse, por lo que la narración se centraría en, posiblemente, un delirio fruto de su último estertor. Al igual que ocurre en El crepúsculo de los dioses, es una de las pocas películas en las que el protagonista, narrador en el caso de la película de Willder, ha fallecido. En Carretera perdida la muerte de Fred Madison no resulta tan obvia, pero sí que es evidente que la circular narración se centra en un delirio del protagonista, traumatizado tras haber asesinado a su esposa. Así, a lo largo de la trama, observamos elementos que nos devuelven a la realidad, reflejados de muy distinta manera en ese plano distorsionado en el que el protagonista ha caído. Él mismo, en un momento de Carretera perdida, nos dará la pista para una posible interpretación de la película: “Me gusta recordar las cosas a mi manera.” La subjetividad del yo articula la narración, pero es un yo en estado de delirio. El proceso de iniciación que llevaba a Jeffrey Beaumont o a Paul Atreides a la superación de las adversidades, sume en caos absoluto a Fred o a Betty. Jack Nance en "Cabeza borradora"Son personajes que, al igual que le ocurre al Henry de Cabeza borradora, no consiguen imponerse a la experiencia y la circunstancia. No progresan en cuanto a persona, involucionan hasta dejar de conocerse tanto a sí mismos como a su propia realidad. Similar circunstancia atenaza a Laura Palmer o a su padre, Leland, si bien en ambos casos hay presente un elemento fantástico explícito: el demonio Bob. De una u otra manera, no obstante, Lynch sigue disertando sobre lo mismo. El paraíso de Twin Peaks se torna infierno en cuanto la imagen reflejada en el espejo es la de otro. El yo, una vez más, resulta afectado hasta el extremo: su completa disgregación.

A la luz de lo expuesto, resulta atractivo entender Cabeza borradora en una línea similar. Todo lo que vemos es reflejo, condicionado por la locura, de una realidad lamentable. Antes que absurda, la película resulta triste y terrorífica. Aunque todo parezca regirse por unos códigos que invitan a hablar de sinsentido o de juego surreal, creo que resulta obvia la pobreza en la que Henry está sumido, el problema añadido de un hijo al que mantener, posiblemente fruto de una relación que se pretendía terminada. Todo público entiende que la familia de Mary obliga a Henry a asumir inesperadas responsabilidades. Sin embargo, lo que para un cineasta como Roberto Rossellini hubiera sido un caldo de cultivo perfecto para desarrollar un deprimente contexto neorrealista, se transforma en manos de Lynch en una pesadilla oscura. Las traumáticas circunstancias han impulsado a Henry a borrar de su cabeza la concepción natural del mundo. Así, atisbaremos sus miedos y sus fobias, sus actos e ilusiones, desde el otro lado del espejo, desde la nueva e insólita perspectiva de un yo diferente.

El sexo, una vez más, como generador de horrores, aparece en la película. El hijo deforme de Henry y Mary es, evidentemente, fruto inesperado de una relación sexual (repárese en la insistencia de la madre de Mary para descubrir el hecho, interrogando a Henry con sensual insistencia). Recuérdese como en Terciopelo azul la relación sexual era también reflejada por Lynch desde una perspectiva perturbadora, y repárese en que al deforme John Merrick, en el prólogo de El hombre elefante, se le supone resultado de una extraña relación sexual, de pesadilla. Las relaciones sexuales también supondrán el fin de Renee en Carretera perdida, dado que provocarán la violenta reacción de Fred Madison; un tema que también subyace en Mullholand Drive. Posiblemente, Cabeza borradora fuera fruto, en parte, de algunas experiencias muy personales del propio Lynch en Philadelphia, donde vivió, en una zona peligrosa y conflictiva, con su primera esposa, siendo padre de una hija, Jennifer Lynch. Podemos imaginarnos a Lynch llevando una vida bastante difícil, muy alejada de la comodidad de su actual Hollywood, trabajando durante cinco años en el doloroso parto de su ópera prima (llegó a vivir en el propio estudio de grabación) mientras se empleaba, aquí y allá, para poder subsistir y seguir adelante. La película, tras numerosos problemas de financiación y cierta ciega confianza del equipo artístico en el director, vio finalmente la luz y, a fecha de hoy, Lynch continúa repartiendo beneficios entre los implicados. Pero todo podría haber sido muy diferente.

Cabeza borradoraDurante el rodaje de Cabeza borradora, Lynch conoció a la que fue su segunda esposa. En la película, resulta palpable el hecho de que la relación con Mary no es la más cordial (¿un reflejo de algo?). De hecho, en la primera y angustiosa noche que pasan juntos en compañía del bebé enfermo, ésta decide retornar a casa de sus padres, dada la insalubridad del lugar. La pequeña habitación de Henry es tenebrosa y paupérrima; su camastro viejo chirría constantemente y casi podemos sentir el calor y la humedad. La ventana cerrada tras la que se siente una terrible tormenta y un enorme radiador que despide vapor contribuyen a incrementar la sensación de angustia e incomodidad. Por si esto fuera poco, el bebé gime constantemente. Resulta obvio que el lugar resulta muy alejado de las idílicas fantasías femeninas acerca de lo que un hombre debe dar a su familia.

Una vez a solas, Henry dará rienda suelta a sus sueños y deseos. Se relacionará con la vecina de enfrente (estéticamente todo un precedente de la Dorothy Vallens de Terciopelo azul) y acabará huyendo a ese mundo ideal que se alberga tras el radiador de su habitación (un extraño teatro que prefigura la Casa Blanca y la Casa Negra de Twin Peaks). La Chica Tras el Radiador, uno de esos personajes tan propios de Lynch, perteneciente a ese más allá que casi siempre está presente en sus películas, destruye, en un extraño baile, con sus zapatos, horrendos espermatozoides cárnicos (al igual que Henry los estrellará contra la pared, extrayéndolos del interior de Mary, en otra de las metafóricas escenas de la película). Así, no es de extrañar que Henry acabe abrazado a la extraña joven, en un lugar que se antoja paraíso, fotografiado con un exceso de luz que recuerda el final de Fuego camina conmigo, cuando un ángel redime a Laura y el rostro de ésta, que sonríe junto al agente Cooper, se funde con una blanca luz, amparada por coros celestiales). La idea queda reforzada por la extraña letra de la canción que la Chica Tras el Radiador entona: “En el paraíso todo será mejor.”

Robert Blake en "Carretera perdida"Hay que escapar de la triste realidad, hay que asesinar al bebé deforme y enfermo, fruto del desvelo (también Leland Palmer asesina a Laura Palmer en Fuego camina conmigo) y huir hacia otra realidad. Como el Fred Madison de Carretera Perdida, Henry sufre una fuga psicogénica motivada tanto por su situación como por sus propios actos (Leland Palmer terminará suicidándose, superado por su terrible circunstancia). Así, todo aquello que vemos en Cabeza borradora es producto de la locura de Henry, entendida como vía de escape. No sabemos si, como en Mullholand Drive, Henry acaba quitándose la vida. Quizás continúa vivo, en algún lugar oculto por la propia narración (quizás tal y como ocurre en Carretera perdida), un lugar desde donde su cabeza (la misma que aparece flotando en los títulos de crédito iniciales) continúa fantaseando. Como el Fred Madison de Carretera perdida, Henry también gusta de recordar las cosas a su manera, tras borrar los hechos tal y como fueron. Si nos definimos y somos por aquello que recordamos, la variación de la memoria repercute, de manera decisiva, en nuestro ser. El yo se disgrega espantado ante su realidad, quedando suplantado por un doble enloquecido, cuyos distorsionados recuerdos conforman el corpus audiovisual de esa pesadilla, de belleza decadente y sugestivo título, Cabeza borradora, con la que Lynch llegaba al mercado cinematográfico, para quedarse.

Cabeza borradora no fue un éxito inmediato, pero sí que era una película con todos los ingredientes necesarios para llamar la atención. Al igual que Tobe Hooper con La matanza de Texas o Wes Craven con La última casa a la izquierda, David Lynch, desde los modestos parámetros del cine radicalmente independiente, reformulaba el horror, conceptual y estéticamente, logrando una película transgresora y original, con la suficiente fuerza como para terminar siendo no ya una obra de culto sino todo un clásico de los setenta. Como ya hemos visto, con su siguiente y muy nominada película, El hombre elefante, se sitúa en una primera línea nunca alcanzada por compañeros tanto de generación como de género (ni George Romero, ni John Carpenter, ni los ya citados Hooper o Craven van a lograr nunca acariciar la posibilidad del Oscar; tan solo David Cronenberg ha conseguido, en dos ocasiones, el ansiado reconocimiento de, cuan al menos, la nominación). DuneTras rechazar proyectos tan jugosos como El retorno del jedi, Lynch conoce un relativo fracaso con Dune, si bien logra la categoría de autor, conociendo uno de sus mayores éxitos con Terciopelo azul. Alcanzado uno de los mejores momentos de su carrera, sabe que es importante jugar bien las cartas. Lynch aúna éxito pero también prestigio. Es un director afín al gusto del gran público, pero también del agrado de los cinéfilos. Es imprescindible dar el adecuado paso que no defraude la expectativa, que lo acerque un poco más hacia la meta de la consagración. Lynch decide atreverse con el medio audiovisual de masas por excelencia: la televisión. Junto con Mark Frost (uno de los nombres importantes del mercado de la pequeña pantalla) va a crear una serie original, capaz de integrar elementos populares en su personal imaginario. El resultado ya es historia: Twin Peaks.

Treinta son los episodios (veintinueve capítulos más el piloto) que conforman Twin Peaks, una serie ya mítica, rodada, montada y editada en película de 35 mm. Lynch dirigió personalmente los capítulos 2, 8, 9, 14 y 29, así como el capítulo 0 o piloto, marcando los parámetros narrativos y estéticos, cinematográficos, que van a regir toda la serie.

Quizás desde el mismo título exista ya un deseo de crear un producto con dos niveles de lectura. Una serie que guste tanto a sus incondicionales como a quienes esperen pasar un rato intrascendente degustando comedia y misterio ante el receptor del hogar. Twin Peaks es un lugar hermoso donde se oculta el horror; la dualidad, como digo, funciona desde el mismo comienzo, en ámbitos muy diversos. No obstante, también de la misma manera se articulan El hombre elefante, Dune o Terciopelo azul, pudiendo ser degustadas por diferente tipo de público e interpretadas y entendidas de distinta manera (obsérvese la filiación de Terciopelo azul tanto al fantástico como al policíaco, o la habitual relación establecida entre El hombre elefante y el drama lacrimógeno y efectista).

La mejor manera de acercarse a Twin Peaks es citando unas palabras del propio Lynch: “Me gusta la idea de que toda superficie esconde mucho bajo ella. Alguien puede tener muy buen aspecto y sin embargo estar incubando un montón de enfermedades. Hay montones de cosas oscuras y retorcidas moviéndose por ahí dentro. Me sumerjo en esa oscuridad y miro a ver qué hay.” (8) Esta interesante idea, ya presente en Terciopelo azul, va a ser desarrollada hasta sus últimas consecuencias en Twin Peaks. Como en El retrato de Dorian Gray, toda belleza puede encerrar el mayor de los horrores. Si en El hombre elefante la fealdad ocultaba la belleza, en Twin Peaks se invierten los elementos, al mismo tiempo que entran a formar parte de un curioso juego de duplicaciones, como si la realidad tuviera su homólogo, perverso gemelo oculto al otro lado del espejo. Así, la dualidad de Terciopelo azul es similar a la de Twin Peaks, donde se nos presenta un mundo de extremos en continuo proceso de cambio. El descubrimiento del cadáver de Laura Palmer y la llegada de Cooper para investigar el caso van a generar un caos que, poco a poco, irá invirtiendo los polos de tan idílico lugar. Así, Lynch irá mostrando que algunos personajes modélicos (como Josie Packard, Leland Palmer o la propia Laura) esconden en su interior a un doble tenebroso (sintomático resulta el plano final de la serie, con un Cooper que descubre en el espejo el terrible demonio que alberga en su interior).

La serie se centra en las investigaciones que Dale Cooper, agente del FBI, lleva a cabo en Twin Peaks para descubrir al asesino de Laura Palmer. El hecho de que Cooper esté interpretado por Kyle McLachlan, el protagonista de Terciopelo azul, ya es un interesante elemento autorreferencial dentro del universo Lynch concebido como arte total. Cooper, al igual que Jeffrey Beaumont, se acerca fascinado a los muchos elementos ocultos bajo la amable epidermis de Twin Peaks. Poco a poco, seremos testigos de que todos los habitantes de la población llevan una doble vida, por lo que la trama se irá dividiendo en subtramas (hasta once) en algunas de las cuales aparecerán elementos de carácter maravilloso que introducen una singular perspectiva del tema del espejo carrolliano y del doble.

Lo que en Terciopelo azul o incluso en El hombre elefante era ambigua existencia de dos mundos, posible alegoría de realidades paralelas, pierde parte de su carga metafórica en Twin Peaks. David Lynch se inmiscuye directamente en los inquietantes terrenos de lo fantástico y de lo maravilloso. Redefine su personal universo, que va a quedar marcado por la trascendente presencia de elementos mágicos, esotéricos, sobrenaturales. El agente Cooper, que liga la serie con populares ítems del medio televisivo como Colombo o Se ha escrito un crimen va, poco a poco, dando la espalda a esos marcos de racional misterio en donde se desenvolvía el Sherlock Holmes de Conan Doyle. Lynch parece preferir la literatura de Poe como fuente de inspiración, o narraciones del creador de Holmes menos populares aunque quizás muchísimo más interesantes, tal y como es el caso de En el país de las brumas. Cooper irá adentrándose en el inquietante terreno de lo paranormal, descendiendo hacia el horror, con el que se topará, finalmente, en el polémico y magistral capítulo final de la serie. Cooper traspasará el espejo, llegando a las llamadas Casa Blanca y Casa Negra, que ocultan los polos del bien y del mal. En su inexorable descenso, el agente recibirá enigmáticos mensajes, a través de sueños o de personajes llegados de otra dimensión. La sinuosa cortina que en los títulos de crédito iniciales de Terciopelo azul separaba los dos mundos es rasgada en Twin Peaks por vez primera. En este sentido, la serie supone un adelanto de dos de algunas de sus películas más complejas. En Carretera perdida o Mullholland Drive las fronteras entre lo onírico, lo fantaseado y lo real serán mucho más borrosas. Lynch parece volver a los terrenos crípticos y fascinantes de Cabeza borradora, solo que con un elitista diseño de producción que le llevará, una vez más, a acariciar la posibilidad del Oscar al mejor director (por Mullholand Drive).

Sherilyn Fenn en la serie "Twin Peaks"Así las cosas, el tema del “doppelgänger” funciona en un sentido distinto al que pudimos observar en su anterior filmografía. El doble no sólo es resultado de un traumático proceso de iniciación sino de la amenaza de una entidad espiritual capaz de poseer al individuo. El yo no solo se disgrega sino que es sustituido por una personalidad ajena, de condición sobrenatural, lo que emparenta la cinematografía lynchiana con aspectos relativos a la ortodoxia religiosa católica. Al igual que la inmersión de Jeffrey Beaumont en el mundo oculto obedece al despertar del deseo, la inmersión de Laura Palmer en el ámbito del misterio obedece a un proceso iniciático de fascinación por experiencias novedosas. Hay un evidente paralelismo. Pero así como Jeffrey encuentra en la satisfacción de sus deseos una experiencia que integrará como parte de su nuevo yo, Laura Palmer sufre un proceso de frustración denigrante que no la enriquecerá sino que acabará disgregando su personalidad. ¿Acaso se ha vuelto Lynch mucho más conservador de lo que lo era en Terciopelo azul? Lynch concibe el viaje iniciático de Laura desde una insólita perspectiva de corte pecaminoso. Drogas, sexo y “rock and roll” son explícitamente demonizados, por lo que, conceptualmente, tanto Twin Peaks como su precuela, Fuego camina conmigo, pueden resultar complacientes para los sectores más reaccionarios y bienpensantes de la sociedad. Laura flirtea con lo prohibido (es sexualmente promiscua, bebe alcohol, se atreve a fumar e incluso se toma alguna que otra raya ¡antes de acostarse!) en Fuego camina conmigo, despertando el deseo de una entidad sobrenatural maligna llamada Bob. El tal Bob también parece encontrarse a gusto en el interior del cuerpo de Leland, quien padece, no sabemos si por gusto propio o no, una marcada atracción sexual por su propia hija (tamaña aberración, en todo caso, abría despertado la simpatía del mal). Así, tal y como ha señalada Andrés Hispano, “(…) Laura es en parte responsable. Fire walk with me muestra a Laura como una consciente transgresora. La aparición de Bob, en este caso, respondería a la atracción que ejerce el perfume de su conducta desviada, más que a una atracción arbitraria. Y aquí es donde Lynch se convierte en un perverso moralista.” (9) Al margen de posibles lecturas metafóricas, marcadas por la ambigüedad de los elementos maravillosos (yo prefiero quedarme con el aspecto abiertamente fantástico de la propuesta), lo indudable es que tanto en Twin Peaks como en Fuego camina conmigo subyace una dialéctica simple de crimen y castigo, de pecado que conduce al infierno. Desde el momento en el que, explícitamente, en el último capítulo de la serie, el extravagante enano de la habitación roja menciona con su extraña voz el tema del “doppelgänger” hemos de pensar que el tema del doble va a estar desarrollado siguiendo unos parámetros muy distintos de los de El hombre elefante, Terciopelo azul o incluso Dune, mucho más cercanos a aspectos folklóricos del cuento de miedo que matices psicológicos. La complejidad se transforma en simpleza, si bien el universo Lynch va a verse enriquecido con matices estéticos de incontestable belleza y con un hálito de sobrecogedor horror puro. Lynch se aleja del ámbito alegórico, abrazando la poética belleza de lo irracional. Lo bello se hace sublime.

El tema del doble, de la sombra o döppelganger está estrechamente relacionado con el miedo a la disolución del yo. Como hemos indicado, el tratamiento por parte de Lynch se acerca a narraciones de corte popular, así el William Wilson de Edgar Allan Poe, El hombre de arena de E.T.A. Hoffman, El doble de Dostoyevski, El relato de Dorian Gray de Oscar Wilde o El extraño caso del doctor Jeckyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson. Indudablemente, el cine ha bebido de estas fuentes y ha hecho del espejo un recurso habitual para crear un doble inmediato. El espejo desenmascara al culpable en el cine, devolviendo a quien se oculta en sí mismo la imagen de quien realmente es. De ahí ese inquietante final de Twin Peaks, que tanto nos recuerda otros momentos típicos de la obra de Lynch, tan rica en personajes enfrentados a sus imágenes (la misteriosa Rita de Mullholland Drive), enfrentados a sus dobles (Jeffrey Beaumont y Frank Booth en Terciopelo azul) y enfrentados con ellos mismos (El hombre elefante o Fred Madison). Dicho todo esto no es de extrañar que Twin Peaks comience y concluya con la imagen de un personaje contemplándose en el espejo. De hecho, la serie, ya desde el mismo título, está fuertemente articulada en torno al tema del doble. Todo parece estar duplicado: El nombre de la población, una medalla que no es sino un corazón dividido, la prima de Laura Palmer, Madeleine, (interpretada por la misma actriz), el agente Dennos (quien en su rol transexual se hace llamar Dense) el restaurante Doble R, las dos cintas utilizadas para chantajear a Benjamin Horne, las dos amantes muertas de Cooper, los dos diarios de Laura. Conviene además llamar la atención sobre el parecido físico entre muchos personajes (así Shelley y Norma, Benjamin Horne y Leland Palmer) y sobre la aparición de personajes disfrazados (curiosa variación del tema del doble): Audrey enmascarada en el prostíbulo o Madeleine disfrazada de Laura. Además, los personajes de otra dimensión tienen su opuesto en la serie: el Gigante y el Enano, así como Bob y el Hombre Manco.

¿Quién mató a Laura Palmer?Resulta interesante la relación que Lynch plantea entre el hombre y su entorno en la serie. La concepción del espacio tiene una función concreta en Twin Peaks. Así, resulta evidente la importancia que fotos y dioramas tienen en los interiores de la serie. Por ejemplo, el doctor Jacobby, en su consulta, se sienta junto a una pared forrada con la imagen de un paisaje caribeño. También proliferan los animales disecados (a excepción de Waldo, en la serie no hay mascotas, y tan solo aparece otro animal vivo, el búho, asociado al ámbito de la noche y de lo misterioso). La sociedad como resultado de un proceso de racionalización, como arma humana que trata de reprimir los impulsos atávicos. El orden al que aspira el hombre frente al caos de la naturaleza, a la que, incondicionalmente, pertenece. Podemos decir que los personajes de Twin Peaks se debaten entre la razón y la pulsión, entre lo exigido por la civilización y lo apetecido por humana condición. Todo aparenta orden en Twin Peaks, pero la línea que separa el equilibrio de la pasión es tan fina como la famosa y sugerente cortina de Terciopelo azul. La naturaleza representada está ahí como recuerdo, como amenaza constante. El caos puede desatarse en cualquier momento, tal y como ocurre al llegar la noche, cuando el semáforo cambia de color y el Roadhouse enciende sus neones, cuando el ulular del búho parece anunciar la llegada de aquello que no puede ser amaestrado.

El cadáver de Laura Palmer aparece flotando en un lago, como si la naturaleza devolviera una víctima fatalmente atraída por su desaforada fuerza poética. Laura es sacrificada en el corazón del bosque, durante el transcurso de una noche entregada a pasiones extremas e incontroladas, en donde reina la luna llena, tal y como veremos en Fuego camina conmigo. Su cuerpo, al amanecer, es devuelto al mundo de orden del que decidió partir, como pista de otra realidad, de un mundo dentro de nuestro mundo, representado por esos árboles mecidos por el viento (un reflejo de la cortina con la que comienza Terciopelo azul) y por esa gran cascada junto al Gran Hotel del Norte, decorado con madera y motivos naturales.

Naturaleza y artificio se van mezclando a lo largo de la serie, como si, poco a poco, los dos mundos que articulan su progresión temática, su tensión dialéctica, fueran sufriendo un proceso de contagio. Así, en el episodio decimosexto, mientras Leland Palmer muere, se dispara el sistema de riego antiincendios, como si la lluvia irrumpiera en la comisaría. Del mismo modo, la entrada a la Casa Negra, en el corazón del bosque, es facilitada a través de unas cortinas rojas que aparecen junto a un grupo de sicomoros. En una de las más divertidas escenas de la serie, Cooper recrea en el bosque una oficina portátil que incluye incluso un tablero de pizarra, para llevar adelante una extraThe Alphabetña prueba. Quizás, finalmente, ambos mundos no sean más que uno y la idea que subyazca sea la del miedo a otra realidad, la vida concebida como un camino inseguro, donde los pasos son dados en una cuerda floja tendida sobre un abismo que atrae fatalmente. El yo concebido como puerta abierta a posibilidades múltiples, con una constante tendencia a arrojarse, por gusto propio o condicionado, en cuanto desvía la mirada del frente, en cuanto mira hacia abajo, tal y como hacen Jeffrey Beaumont, Laura Palmer, Fred Madison o incluso el agente Cooper. La adquisición de conocimiento no es contemplada de manera ingenua, siguiendo los convencionalismos más extendidos y populares. Descubrir aquello que en principio permanece oculto equivale a despertar una parte dormida de nuestro yo, desconocida, que funciona como otro que se puede antojar excesivamente incómodo. El afán de conocimiento obedece, al fin y al cabo, al deseo de cambio. ¿Acaso apuntara ya Cervantes la idea en su Quijote? Desde The alphabet, al asumir conocimiento, los personajes de Lynch no parecen prosperar, más bien tienden a la disgregación. Aprender engrandece, en tanto en cuanto multiplica, en tanto en cuanto despierta al otro que subyace en nosotros mismos.

Evidentemente, esto no es así en todas sus películas (y sería, por otra parte, muy discutible que mis apreciaciones coincidieran con los propósitos de Lynch). Ya he dicho al comienzo de este discreto ensayo que mi aproximación a su universo cinematográfico queda marcada por una interpretación subjetiva, de ahí también mi atención a unos títulos antes que a otros. The alphabet, Cabeza borradora, El hombre elefante, Dune, Terciopelo azul, Twin Peaks y Fuego camina conmigo, así como Carretera perdida y Mullholand Drive son títulos que se prestan con mayor facilidad a ser contemplados bajo los aspectos que pretendía desarrollar. No así Corazón salvaje o Una historia verdadera, a los que he decidido prestar una atención mínima. Por ello, mi aproximación al cineasta es meramente parcial, fuertemente condicionada por, incluso, mi gusto personal: imagino que habrá quedado constancia de mi preferencia por Terciopelo azul, Cabeza borradora y El hombre elefante, así como del uso que de las tres he hecho para tratar algunos aspectos de las que, posiblemente, son mis tres películas favoritas de Lynch: Fuego camina conmigo, Mullholand Drive y, sobre todo, Carretera perdida.

 

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Bibliografía en español

David Lynch, Miguel Juan Payán, Ediciones JC, Madrid, 1991.

David Lynch: Claroscuro americano, Andrés Hispano, Glénat, Barcelona, 1998.

David Lynch por David Lynch, David Lynch y Chris Rodley (editor), traducción de Manu Berástegui y Javier Lago, Alba Editorial, 1998.

Universo Lynch, Varios Autores, Calamar Ediciones, Madrid, 2006.

 

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Notas

(1) “El invisible hilo azul de David Lynch”, Nuria Vidal, Universo Lynch, Varios Autores, Calamar Ediciones, Madrid, 2006.

(2) David Lynch: Claroscuro americano, Andrés Hispano, Ediciones Glénat, Barcelona, 1998.

(3) Ibid., p. 137.

(4) Cito de memoria.

(5) Íbid., p. 132.

(6) Íbid., p. 50.

(7) Íbid., p. 50.

(8) Cito de memoria.

(9) Íbid., p. 240.


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Alberto Jiménez Liste
(Zaragoza, febrero de 2007)

 

Nota de la redacción: este monográfico sobre David Lynch se complementa con los artículos publicados en este mismo número de La Incineradora El imperio del interior (Inland Empire, 2006), de Antonio Tausiet y Mulholland Drive en un Micra azul, de Luis Miguel Ortego, sobre la labor publicitaria del director.

 
 
www.tausiet.com