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LA INCINERADORA

revista de opinión cinematografica
número 9

 

 

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Antonio Tausiet desface entuertos gigantes como molinos

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El imperio del interior
(Inland Empire, 2006)

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El décimo largo de David Lynch, estrenado en 2007 en España, lleva como título el nombre de una región de California. La traducción sería “El imperio de tierra adentro”, y más genéricamente “El imperio del interior”. Según su autor, la película trata de un misterio (asociado a una maldición gitana) dentro de otro misterio (el mundo interior de una mujer enamorada y en peligro). Una actriz llamada Nikki (magníficamente interpretada por Laura Dern, también coproductora del film) es contratada para protagonizar una película junto a un tal Devon (Justin Theroux). El violento marido de la intérprete recela de la posible relación entre los actores. Todo resulta ser igual que en la película que deben filmar, cuyo director está interpretado por Jeremy Irons. Pronto se descubre que el filme es un remake de otro que no se llegó a terminar, a causa del asesinato de sus dos actores principales. El guión de la película para la que trabajan (“Flotando sobre mañanas tristes”) está ambientado en un pasado polaco reciente, y la filmación será un viaje iniciático para Nikki, que conseguirá cerrar el círculo de reconciliación de la familia original, cuya esposa quedó embarazada de su amante y perdió el hijo fruto del adulterio. A la vez, Nikki se verá envuelta en una serie de experiencias entre la magia y el sueño, que le llevarán a perder la conciencia lineal del tiempo, mientras continúa su peligroso romance con Devon.

 

 

El modo de llevar a la pantalla una historia en principio fácil de seguir, en el ámbito clásico del relato de misterio, con desdoblamientos de personalidad, crímenes pasionales y angustia por parte de la protagonista, es la experimentación dentro del marco del arte contemporáneo. Todo en el filme es una gran panorámica de la única vertiente con sentido de las propuestas vanguardistas de nuestro tiempo: la que experimenta con los mecanismos artísticos para hacer llegar un mensaje; la que nos transmite elementos de juicio sobre nuestra sociedad; la que no se queda en trucos circenses baratos, juegos de colores y apuesta por lo raro sin hacernos sentir absolutamente nada.

 

 

Lynch reflexiona, mediante su particular e innovadora mano maestra, sobre el oficio cinematográfico, sobre las relaciones de pareja, sobre la magia y el misterio, sobre la angustia existencial, sobre la incardinación de lo extremadamente distinto dentro de lo cotidiano; reflexiona sobre la soledad, sobre los sueños, sobre la identidad, sobre la cultura popular, sobre las bolsas de pobreza asociadas con la locura; reflexiona sobre la falta de ética de los medios de comunicación, sobre la arquitectura, sobre la habitabilidad. Utiliza a una protagonista que se ve sorprendida ante los continuos ataques que le brinda su experiencia contra una realidad que supone inamovible. Nikki deambula por la película repitiendo que lo que está experimentando es absurdo, que no lo entiende o que no le gusta. Es el mismo punto de vista del espectador. Y si conseguimos identificarnos con ella, todo cobra un sentido interno. Lynch consigue hacer arte puro, del perdurable. Y al final de la trama acaba explicándonos que su propuesta es una fiesta para los sentidos, que la ficción dentro de la ficción es el alimento de nuestras propias ficciones interiores.

 

 

Gran parte de esta película de David Lynch nos lleva al particular e irrepetible mundo de Luis Buñuel. Cada uno de los dos juega a su modo con el misterio, los sueños, los submundos y la experimentación asociada con las pulsiones humanas. Pero una y otra vez confluyen al tratar con pasión del amor conflictivo, de la erótica de lo femenino o del atractivo de lo que habitualmente se arrincona en nuestra supuesta civilización: los deseos ocultos, las personas marginadas y sufrientes y los sucesos desconcertantes. Y los dos elevan el concepto del cine a un escalón más alto: el del poema visual.

 

 

“Esto sucedió ayer, pero yo sé que es mañana”, dice Nikki en la película. Un espectáculo laberíntico de elementos aparentemente dispares. Bombillas: las que iluminan en sus lámparas las habitaciones de la angustia y la que lleva en su boca el personaje polaco maligno y deshonrado; decorados: los del estudio de cine dentro del cine y los del resto del viaje onírico; puertas: las que llevan a otras dimensiones o las que proporcionan refugio; cortinas: las que acompañan el paso al mundo de los sueños; pasillos, escaleras; un destornillador, sangre, nieve en Polonia; prostitutas entre las que se mezcla la propia protagonista; lujo como el de la casa de la actriz acomodada y miseria como la de los indigentes que conversan de sus cosas ante una mujer que se muere desangrada; un batiburrillo de elementos reconocibles que forma un puzzle perfectamente encajable.

 

 

Desde una parte de la crítica se ha despreciado esta película afirmando que es un contenedor de imágenes vacías. Justo lo contrario de lo que transmite si se logra acompañar desde la butaca el viaje de los protagonistas. El punto de vista del que desecha dejarse llevar por los vericuetos de “Inland Empire” acaba encumbrando el cine masivo, ése que indiscutiblemente sí escupe imágenes absolutamente descargadas de trasfondo.

En cuanto a la fotografía del soporte de vídeo digital utilizado, Lynch afirma que la ha granulado intencionadamente, para darle “una sensación de pobreza que te ayude a soñar”. Una vez más, el abanico de interpretaciones al respecto puede ser muy amplio. Películas suyas anteriores como “Corazón salvaje” (1990) o “Carretera perdida” (1997), rodadas en celuloide, te acercan mucho más a las vivencias de los personajes con su perfeccionismo formal, con su nitidez. El uso del vídeo frente al cine supone, sobre todo, que el resultado final haya sido acorde a las pretensiones del realizador, por suponer un abaratamiento de costes. El acabado formal ha claudicado proporcionando libertad creativa. No obstante, el propio Lynch asegura que su próxima película ya no será en vídeo convencional, sino en Alta Definición, lo que presupone una vuelta a su perfeccionismo estético gracias a los avances tecnológicos.

 

 

David Lynch practica la meditación trascendental y afirma que su película nace de esa meditación. Defiende con pasión el concepto de intuición, que define como “la integración del intelecto y la emoción”, y ese es precisamente el recurso al que insta a echar mano para sumergirse en su cine. En el caso de este filme, también hay connotaciones morales indiscutibles, que provienen de la omnipresente tradición judeocristiana. La mujer polaca que contempla en la televisión desde su encierro de lágrimas los avatares de Nikki, es un aviso religioso para navegantes. “Todos los actos tienen sus consecuencias”, dice la vecina loca al principio. Y el adulterio mantiene atrapada a la chica hasta que el remake la redime, reviviendo el acto pecaminoso a través de Nikki, la nueva víctima propiciatoria. En la escena final, todos cantan y bailan al son del animado tema clásico “Sinnerman” (“Pecador”), cuya letra narra el viaje de alguien que ha pecado para al final llegar a la salvación divina. No obstante, el autor se cura en salud: “Yo hago una obra abstracta, y mi interpretación y la de cada uno que lo ve son distintas. Sería un error dar mi interpretación. Eso mata la diversión y la magia para el que vive la experiencia”.

 

 

El director es también guionista, coproductor (con su empresa “Absurda”), autor de la banda sonora, director de fotografía, montador, editor del sonido y distribuidor. Todo un producto fílmico cien por cien David Lynch, el más avanzado hasta el momento en la identificación del cine con el arte, el más alejado del cine de masas. No permite apenas respiro a la comodidad, exceptuando quizás las concesiones al humor, como la inclusión de fragmentos de su serie de cortos para internet “Rabbits” (2002), las coreografías femeninas o el personaje que interpreta Harry Dean Stanton, mítico protagonista de “Paris, Texas” (1984) de Wenders, con aquella deliciosa Nastassja Kinski, que también hace una brevísima aparición en este filme.

 

 

Una obra maestra absoluta del arte contemporáneo, que seguramente no inaugura el “post-cine”, como se ha asegurado, pero que sí pasará a la Historia del Arte como un ejemplo claro de que en los inicios del siglo XXI todavía es posible hablar de vanguardias artísticas sin que se nos caiga la cara de vergüenza.

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Antonio Tausiet

 

Nota de la redacción: el presente artículo se complementa con el monográfico sobre David Lynch publicado en este mismo número de La Incineradora, Cinepatía VIII. David Lynch, de Alberto Jiménez y el texto de Luis Miguel Ortego Mulholland Drive en un Micra azul, sobre la labor publicitaria del director.


 
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